Muy lejos del reino de los cielos queda la por ahora última película de Ridley Scott, que acaba de estrenarse en nuestras carteleras. Y, si se me permite el chiste, demasiado cerca del limbo, con una historia difusa y errática que, a pesar de su espectacularidad, de su apelación al estrellato y de sus buenas intenciones, suscita una incómoda sensación de vacío e indiferencia.
Lo cierto es que no resulta fácil señalar los porqués de tal sensación, pues El reino de los cielos es una cinta de factura impecable, como casi todas las que ha firmado su director, con una majestuosa reconstrucción de época, una puesta en escena por momentos bellísima, un discurso ideológico aparentemente irreprochable y un elenco actoral de prestigio que, aunque no destaque por su inspiración, al menos consigue llenar la pantalla. Sin embargo, el resultado final no funciona. O, por decirlo de forma más matizada, no apasiona, no engancha.
No estoy muy seguro de cuál es la razón: acaso la falta de magnetismo de su protagonista, el herrero Balian, hijo bastardo del caballero cruzado Godofredo de Ibelin, cuyo papel lo encarna un Orlando Bloom que, a pesar de sus denodados esfuerzos, y ya sé que las comparaciones son odiosas pero también inevitables, no tiene ni punto de comparación con el Russell Crowe de Gladiator; tal vez un guión demasiado ambicioso que, obligado a unir mimbres muy heterogéneos, acaba por dejarlos sueltos; quizás el hecho de que el cóctel ideológico entre la mentalidad medieval y nuestro modo de pensar contemporáneo sea tan difícil de mezclar que, en última instancia, se torna indigerible.
Porque el mensaje pacifista y de hermandad universal que la película pretende transmitir (y no se trata de interpretarlo, pues se enuncia de forma explícita en un texto inmediatamente anterior a los títulos de crédito finales) casa bastante mal no sólo con la realidad histórica, sino también con el propio argumento de la cinta y con el carácter de sus protagonistas. En efecto, no es muy creíble que la mejor manera de encontrar la paz interior y el perdón a los que aspira el herrero Balian sea repartir mandobles a diestro y siniestro, por no hablar de su meteórico ascenso a la cumbre de las responsabilidades políticas y militares en una sociedad tan rígida como la medieval. Tampoco resulta verosímil el enfrentamiento que presenta la película entre cruzados «buenos» y «malos» (los hospitalarios frente a los templarios, según he creído entender), cuya última raíz nunca se muestra, y que más parece debida a problemas glandulares y de edad (los viejos son prudentes y escépticos, los jóvenes bullen de entusiasmo guerrero y ansias de rapiña) que a razones políticas o estratégicas de peso.
Las licencias y las simplificaciones históricas serían peccata minuta si la película se hubiera decantado por los esquemas propios de otros géneros (la aventura, el romance), o si se hubiera ceñido más estrechamente a la peripecia de un héroe individual, pero una vez planteado el tema de las Cruzadas en su contexto político e histórico, y a la vista de los paralelismos que se trazan con nuestro atribulado presente, el espectador está en su derecho de exigir una historia más sincera, más ceñida a la verdad y menos distorsionada por las exigencias de la corrección política.
Así, por ejemplo, hubiéramos agradecido una presentación menos grotesca de los caudillos templarios Guy de Lousignan y Reinaldo, a los que se les ha adjudicado unos inconcebibles papeles de «malos de película» que ni los propios actores se creen. El primero, interpretado por Martos Csokas, no hace otra cosa que poner cara de villano (la mirada baja, las mandíbulas apretadas) y adornarese con chulescos gestos de desplante. El segundo, un Brendan Gleeson completamente sobreactuado, repite una representación sainetesca que ya vimos en Troya (allí en el papel de Menelao) y a la que parece haberse acostumbrado con insistencia digna de mejor causa.
También nos hubiera gustado una presentación más convincente del personaje de la reina Sibylla, encarnada por una bellísima Eva Green a la que el guión le obliga a afearse progresivamente, cuyas motivaciones y comportamiento para con su esposo (Lousignan), su hermano (el rey leproso Balduino) o el propio protagonista, con el que mantiene una historia de amor tan convencional como inconsistente, nunca se muestran con claridad. Al final, el espectador acaba por considerar que la única razón sólida que explica el modo de ser de este personaje es su puro capricho, lo cual puede ser perfectamente admisible en la realidad, pero muy poco en el cine.
Ni la sobriedad y contención de actores tan magníficos como Liam Neeson (Godofredo de Ibelin, padre de Balian), que desaparece de la pantalla demasiado pronto, o Jeremy Irons (Tiberias), también poco aprovechado, ni la extraordinaria presencia física de Ghassan Massoud (vaya mirada la suya, como para rendir a todo un ejército), en su encarnación del legendario sultán Saladino, compensan estas debilidades del guión y de la labor de dirección. Tampoco la puesta en escena, por lo general brillantísima aunque en algún momento se les vaya la mano a los expertos en trucos digitales, ni las escenas de acción, para mi gusto mucho menos logradas y bastante más confusas que en Gladiator, consiguen insuflar suficiente ritmo y consistencia a una historia fría y desnortada que en ningún momento consigue del espectador un grado de empatía suficiente. Una pena, porque muchos habíamos acudido a al cine con el anhelo de volver a sentir la incomparable palpitación que provocan los grandes espectáculos cinematográficos. A ver si Lucas o Spielberg nos compensan de este fiasco con el cierre de la hexalogía galáctica y la enésima versión del clásico de Wells, que están al caer.
Pondremos velas a Santa Rita, por si acaso.
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