
Con su intervención en Syriana, de Stephen Gaghan, y tras dirigir la muy interesante Buenas noches, y buena suerte, George Clooney parece haberse convertido en el nuevo símbolo del cine liberal de Hollywood. No deja de tener su gracia que la consagración en el ámbito del cine comprometido y de vocación política del siempre dicharachero y elegante Clooney venga de la mano de uno de sus papeles menos glamurosos, el de el agente de la CIA Bob Barnes, barbudo, fondón y escasamente dotado para las relaciones sociales, que se ve atrapado en una complicadísima trama de intereses cruzados entre emires corruptos, empresas petrolíferas ambiciosas y políticos sin escrúpulos.
Syriana no es una película fácil de ver, pues la trama, muy compleja y enrevesada (que incluye un auténtico tour de force idiomático, en forma de largas conversaciones en farsi, urdu y árabe), exige del espectador una atención máxima, sin cuyo concurso el filme simplemente se deshace. Tampoco su estética –fría, áspera, incómoda– o su puesta en escena –son frecuentes los espacios inhóspitos y desiertos, y muchos de los interiores comparten una atmósfera insoportablemente sórdida– resultan especialmente atractivas.
Con todo y con eso, Syriana resulta fascinante, al menos para quien firma estas líneas. Fascinante, valiente y sincera (hasta donde un producto comercial puede serlo, claro), pues revela aspectos nada ejemplares de la política exterior norteamericana, y obliga a los espectadores a hacer un ejercicio de reflexión muy poco habitual en el cine de consumo masivo, y desde luego nada complaciente con sus convenciones narrativas. En la película de Stephen Gaghan no sólo no ganan los buenos (antes al contrario, aunque prefiero evitar los detalles para no dar pistas), sino que ni siquiera hay bondad, o ésta queda tan difuminada, tan relativizada, que hay que buscarla con lupa. El espectador de Syriana ni siquiera puede recurrir al consuelo, tan habitual en los esquemas narrativos del cine norteamericano, de identificarse con la peripecia del protagonista individual que se enfrenta valerosamente con el sistema, pues el personaje de Bob Barnes queda muy lejos de las cualidades heroicas que podrían hacerlo medianamente simpático.
Los propósitos de denuncia que alientan en Syriana –la crítica del frenético apetito de petróleo de las sociedades occidentales, de la hipocresía que revela el contraste entre las virtudes que proclaman oficialmente y sus comportamientos reales, de la manipulación de nobles causas y de la violencia que los gobiernos ejercen cuando las formas de presión “convencionales” no rinden los frutos esperados– se enuncian de manera tan evidente como realista. Pocas veces se han visto en el cine contemporáneo, y con tanta claridad, los manejos de las multinacionales petroleras, las estrategias que traman sus gabinetes de abogados y sus lobbies de presión, y la estrecha connivencia de unos y otros con el gobierno norteamericano, siempre dispuesto a garantizar a toda costa que el grifo del petróleo de Oriente Medio no se cierre.
Pero es que además el filme respira un aire de honestidad y respeto a la verdad realmente insólito; yo no recuerdo ninguna película, norteamericana o no, que trate de forma tan explícita las motivaciones de los terroristas islámicos, sin reducirlos previamente a la categoría de peleles o fanáticos descerebrados. Sin que ello signifique en modo alguno una justificación de su proceder, Syrianamuestra con toda nitidez la tupida trama de razones que llevan a unos jóvenes desarraigados y sin expectativas vitales, que sólo encuentran auxilio y acogida por parte de los clérigos de las madrazas, a la inmolación en nombre de su fe. Y esa trayectoria infame la representa el filme desde la propia perspectiva de los suicidas, en su propio ambiente, en su propia lengua, sin los alardes retóricos en que suelen caer las películas sobre terrorismo, con las notas justas de afectividad, humor y compasión que demuestran que un terrorista islámico puede ser también, y sobre todo, un ser humano empujado a la destrucción por otros que tienen más poder y oportunidades que él.

Ahora bien, los buenos propósitos no son suficientes para hacer buen cine, si aquéllos no van acompañado de otros ingrendientes. Lo que a mí más me ha convencido de Syriana no ha sido su irreprochable intención, que al fin y al cabo tiene poco de cinematográfica, sino la vigorosa construcción narrativa, el modo en que la trama va trenzándose, lenta, prolija y minuciosamente, hasta llegar a su desenlace. Reconozco que esa construcción no está exenta de problemas, como cierto manierismo compositivo que lleva a rehuir cualquier asomo de linealidad de la historia, a veces por el puro gusto del requiebro, o un dibujo insuficiente de algunos de los personajes (por ejemplo, el de Bryan Woodman, el ejecutivo que interpreta Matt Damon, a mi modo de ver con escasa convicción), pero también he de decir que esa condición laberíntica de la trama, su disposición como ingenioso y complejo mecanismo narrativo, tiene un indudable atractivo, una cualidad magnética.
Muchas críticas han insistido en la frialdad de la película, en su incapacidad para suscitar del espectador una respuesta afectiva, pero creo que tal condición es deliberada, y por otra parte plenamente coherente con los efectos de distanciamiento admisibles dentro del género del thriller político. El cinismo y la frialdad de muchos de sus personajes, su ambivalencia, su moral equívoca o ventajista encajan perfectamente en este marco. De aquí, tal vez, que chirríe la figura de Woodman, cuyo idealismo sobrevenido tras la muerte de su hijo en un accidente no parece demasiado verosímil en el contexto en que tiene lugar.
Y eso no quita para que la película registre algunos personajes espléndidos, encarnados en rotundas interpretaciones. La de George Clooney (Oscar al mejor actor de reparto) es muy brillante, y su representación del hombre abrumado tras descubrir que ha sido manipulado y abandonado a su propia suerte por sus jefes constituye la mejor prueba de un talento actoral que a veces ha sido puesto en solfa. Sin embargo, yo reservo mis preferencias para otros dos actores inmensos: Chris Cooper, soberbio como casi siempre (y aquí más soberbio que nunca, en la tercera acepción que registra el diccionario), en un papel de capitán de empresa, de ambición ilimitada y conciencia de pedernal, y sobre todo un Christopher Plummer que a sus setenta y seis años demuestra que todavía le queda cuerda para rato. Su actuación como abogado y lobbista que se mueve como pez en el agua por entre las más altas esferas de la política washingtoniana, de acciones implacables revestidas de suaves maneras, es inolvidable. Sólo por contemplar a este símbolo vivo de la distinción y la elegancia masculinas (virtudes que otros actores han encarnado mucho antes de Clooney) merece la pena el enfrascarse en el complejo y abigarrado mosaico de la lucha por el petróleo, de la lucha por el poder, que es Syriana.
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