Debe de ser verdad que el clima está cambiando, porque llevamos unos años que en Pamplona (de la que la tradición afirma que sólo tiene dos estaciones, «el invierno y la de la Renfe») el mes de junio nos ataca con tórridas oleadas de calor. Nada mejor para combatirlo que refugiarse en un cine, a salvo de las vaharadas de aire africano, de las terrazas ruidosamente superpobladas y de las moscas.
Si el calor persiste durante toda la semana, el espectador contumaz puede plantearse ir al cine durante varias jornadas consecutivas, lo cual tiene sus riesgos (las refrigeraciones acaban pasando factura), pero también sus compensaciones. Y entre estas últimas cabe apuntar la práctica de arriesgadas combinaciones, la mezcla de elementos heteróclitos, que no siempre convencen, pero al menos sirven para desconcertar a quienes confían en el buen juicio del aficionado y esperan verle aferrado a criterios cinematográficos sólidos como rocas.
Lo cierto es que yo, como espectador cinematográfico, no tengo criterio, o lo tengo muy laxo. Me gusta casi todo, excepto el cine pelma y de pretensiones intelectuales, que generalmente se me atraganta. Todo lo que sea mínimamente entretenido y esté realizado con cierta solvencia me lo trago sin pestañear. No me importa confesar, incluso, que tengo una cierta propensión populachera, hasta macarra, que me permite saborear productos (el cine de acción, las comedias golfas, los grandes exitazos de taquilla del cine comercial, los títulos ínfimos del cine fantástico y de ciencia ficción) por los que paladares más cultivados muestran evidente rechazo.
Mi selección de la pasada semana no es que fuera muy experimental, pero al menos avala el acierto de ese añejo refrán que afirma que en la variedad está el gusto: el miércoles vi Rosario Tijeras, una producción internacional firmada por el director mejicano Emilio Maillé; el viernes fue el turno de una película francesa, El juego de los idiotas, de Francis Veber, y el sábado me dejé caer junto con mi hermano José Ángel (Pilar seguía corrigiendo exámenes) por la proyección de El color del crimen, un thriller con trasfondo de conflictos raciales, dirigido por el neoyorkino Joe Roth.
De Rosario Tijeras es fácil atrapar en la memoria la imagen de la belleza agresiva y atormentada de Flora Martínez, la actriz que interpreta (muy bien, por cierto) a esta joven sicaria en el Medellín colombiano del narcotráfico, los barrios chabolistas y las discotecas de moda, donde los jóvenes de la buena sociedad se dedican a ponerse ciegos de coca y, de vez en cuando, a arriesgarse por el lado salvaje de la vida, en paradójica convivencia con matones salidos del arroyo. La película tiene una estructura narrativa que se pretende compleja, con numerosos flash-backs intercalados en la línea principal del relato, pero que se queda en lo confuso, con un vaivén de personajes y situaciones poco trabadas, que difícilmente el espectador consigue retener.
Además, la historia falla en lo esencial, pues abusa de los detalles tremendistas, las observaciones más o menos antropológicas (muy curiosos los ritos con que los sicarios pretenden conjurar los peligros que les acechan en sus andanzas criminales, y no menos curiosas las costumbres funerarias en los velatorios y entierros de sus compañeros) y las exhibiciones eróticas de la protagonista, sin llegar a profundizar en lo que seguramente hubiera sido mucho más interesante: la tragedia de unas vidas jóvenes aniquiladas en el carrusel de la droga, la violencia y un machismo insoportable.
De El juego de los idiotas se puede decir, sin temor a equivocarse, que es una comedia muy veraniega, simpática y divertida (más de sonrisas que de carcajadas, en cualquier caso), que se ve con agrado, aunque también con la sospecha de que todo en ella -las situaciones, los diálogos, el dibujo de los personajes y, por supuesto, el desenlace- no podría ser más previsible. Película de equívocos, vodevilesca y ligera, muy francesa tanto para lo bueno como para lo malo (algunas situaciones que pretenden ser el colmo de la sofisticación no pasan de ser un remedo de las comedietas de Louis de Funès), cuenta con buenos intérpretes, entre los cuales destaca, aunque su papel sea mucho más breve de lo que a sus admiradores nos gustaría, una Kristin Scott Thomas fascinante: elegante, ingeniosa, irónica e impecablemente vestida por Yves Saint Laurent.
Aunque el parecido no sea inmediato, creo haber detectado alguna remota analogía entre este filme de Francis Veber y el Volver de Pedro Almodóvar (un cineasta que, por cierto, les chifla a nuestros vecinos del norte). En efecto, ambos coinciden en el tratamiento de los personajes masculinos, que tal vez no sean tan «idiotas» como afirma la traducción española del título (el original es La doublure, que viene a ser algo así como ‘el actor suplente’), pero desde luego no tienen comparación posible con sus parejas. De la competición de vanidades masculinas que se cuenta en esta historia sale bien librado algún representante del sexo masculino, pero el verdadero triunfo les corresponde a las mujeres, siempre más listas y mucho más perspicaces. Y no deja de tener su gracia que la más femenina y aparentemente convencional de todas (la maniquí cuya relación con un riquísimo industrial da lugar al juego de equívocos que desarrolla la trama) rompa continuamente los tópicos. Así, en vez de mostrar a una top model anoréxica, estúpida y egoísta, el guión hace de la protagonista femenina (interpretada por Alice Taglioni, guapísima) una chica lista, simpática y sensata, que demuestra más allá de toda duda razonable que no existe ninguna contradicción entre lucir una percha apabullante y gozar de una cabeza espléndidamente amueblada.
De las tres películas que he visto a lo largo de la pasada semana, El color del crimen es la más dura y amarga, y quizás también la más incómoda de ver, por la tensión que recorre toda la historia y por la amargura que destilan casi todos sus personajes. Sobre el fondo de una investigación policial -una mujer blanca denuncia que le han robado el coche, en el que llevaba a su hijo de cuatro años, en un barrio habitado mayoritariamente por población negra- se despliega una historia de conflictos raciales, de diferencias de clase irreconciliables, de vidas fracasadas y desarraigadas, en la que resulta difícil encontrar un resquicio para la esperanza.
Seguro que con esta descripción, más de un lector se habrá acordado de Crash, la reciente ganadora del Oscar a la mejor película del año 2005 (por supuesto, también yo pensé en ella, aunque creo que muchas de las situaciones que describe están más próximas a los recientes estallidos de violencia en las banlieus francesas que a la trama del filme de Paul Haggis). Ahora bien, entre Crash y El color del crimen media un abismo de interés y pericia cinematográfica, pues la película de Joe Roth se va desinflando conforme avanza hacia su desenlace. Una vez que el espectador comprende, junto al policía protagonista, que hay gato encerrado en la denuncia de la mujer, la historia se vuelve repetitiva, cansina. Ni siquiera las brillantes interpretaciones de Samuel L. Jackson y de Julianne Moore (irreprochable la de Jackson, y quizás un poco más artificiosa la de Moore, cuyo papel constituye toda una antología del sufrimiento y la desesperación) logran mantener el interés de un relato que se mueve con dificultad entre la exploración de las zonas aledañas a la locura y la crítica social.
Con todo, El color del crimen no carece de atractivo. Más sincera y honrada que la mayoría de películas policíacas norteamericanas, mucho más oscura y pesimista también, pone de relieve la complejidad de los conflictos raciales y cuán difícil resulta gestionarlos de forma sensata. No hay ángeles ni demonios en la ciudad de Dempsey, New Jersey, donde transcurre la historia, sino gente (blancos y negros, policías y delincuentes) a la que no le resulta fácil la vida.
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