
Todos los elogios que se escriban sobre Cars, la última película de animación de los estudios Disney-Pixar, se quedan cortos: ingeniosa, brillante, emocionante, asombrosa, divertida, entretenidísima… Añádense, sin ningún rubor, cuantos adjetivos sean menester, porque el filme de John Lasseter y John Ranft los merece. Es, sin lugar a dudas, una de esas películas para ir al cine, comprar un cuenco grande de palomitas y disfrutar a lo grande. Una película que deja al espectador con la boca abierta, como un pasmao, desde el primer fotograma hasta el último. Hasta el último, y lo subrayo, porque en los títulos de crédito finales (que ningún aficionado al cine digno de tal nombre debería perderse) hay unas cuantas sorpresas.
A pesar del género al que pertenece, tan socorrido en las programaciones del entretenimiento infantil, aconsejo a los espectadores que vayan a ver la película sin niños. O, mejor dicho, que la vean dos veces: una con niños de cierta edad (a los muy pequeños se les hará inevitablemente larga), y otra en compañía de adultos. Mi consejo es fruto de la experiencia: en la sesión a la que asistimos Pilar y yo, un sufrido padre se pasó toda la película teniendo que explicar a su hijo de cuatro o cinco años un montón de detalles de la historia, de la puesta en escena y de los personajes, porque al pobre crío se le escapaban. Y fíjense si será buena la película, que aun a pesar de tantas interrupciónes didácticas el padre fue, entre todos los miembros de su familia, quien más y mejores carcajadas soltó a lo largo de los 121 minutos de la proyección.
Cars sigue la línea de otras fábulas bientencionadas y ligeramente satíricas, como Bichos, Buscando a Nemo o Robots. Esta última marcó la pauta de una transformación muy brillante del género de la fábula, en la que los animales han sido sustituidos por máquinas animadas (no es una novedad absoluta; hace muchas décadas que Disney ya había hecho lo propio). Sin embargo, a mi modo de ver, Cars es mucho más afortunada y brillante que Robots: tiene personajes más definidos, resulta más graciosa y divertida y, sobre todo, es mucho más espectacular que su antecesora.
Desde el punto de vista de la historia y su desarrollo, no hay mucho que decir: como tantas otras películas de los estudios Disney, Cars presenta un argumento sencillo y directo, que pretene transmitir valores humanos positivos con los que cualquier espectador podría identificarse sin pensárselo dos veces. No obstante, en la historia de ese coche joven, rápido y pijo (Rayo McQueen), que cae en Radiador Springs, un villorrio abandonado al borde de la Ruta 66, y tiene que aprender a ser «persona» antes que coche de carreras, se pueden advertir resonancias prestigiosas (el argumento es algo así como una versión tierra adentro de Capitanes intrépidos), y el desarrollo de la película está lleno de guiños e intertextualidades (repárese, por ejemplo, en los comentarios que deja caer Fillmore, la camioneta Volkswagen «hippie», respecto a la obstinada negativa de la industria petrolífera a admitir en plano de igualdad los combustibles de origen biológico), que hacen que su intención sea bastante menos inocente de lo que parece.
En todo caso, no aconsejaría a nadie que acudiera a ver Cars armado de una pesada hermenéutica, tan incómoda como innecesaria. Como he dicho al principio, es una película para disfrutar, un filme de animación de una perfección asombrosa, con unas imágenes cuyo brillo, colorido y nitidez dan ganas de aplaudir. Especialmente en sus primeros veinte minutos, que narran los triunfos deportivos del protagonista, el montaje acelerado e hiperrealista, a imitación de las transmisiones deportivas de las televisiones norteamericanas, es sencillamente insuperable.
Pero es que, además, la técnica de la animación ha conseguido dotar a los personajes (dada su índole mecánica, tal vez sería mejor escribir «los actantes», pero me parece un término demasiado pedante) de una vigorosa personalidad y de una capacidad expresiva soberbia. Es una auténtica maravilla contemplar lo que los animadores y sus sistemas de edición digital y de imagen de síntesis han sido capaces de hacer con medios tan aparentemente inapropiados como los limpiapabrisas de los coches (que imitan los ojos), los radiadores y calandras (que forman la boca, los labios y los dientes) y las ruedas (que se mueven con tanta expresividad como si fueran las manos, los brazos y las piernas). De hecho, los nueve coches-personajes que se dan cita en Radiador Spring no tienen nada que envidiar a los secundarios de carne y hueso de una película de Frank Capra o de John Ford, pues sus gestos, sus muecas, sus movimientos, por supuesto sus voces (magnífico el doblaje, por cierto), sus manías, obsesiones y tics, están perfectamente captados, asombrosamente «cochificados», si se me permite el neologismo.
El ingenio y la gracia desplegados en el proceso de «cochificación» consigue momentos espléndidos, como la secuencia en que Mate, el desvencijado camión-grúa, convence a Rayo McQueen para ir a molestar a los tractores, que pacíficamente dormitan en el campo, bajo la vigilancia del pastor. La metáfora tractores-reses, que se amplía posteriormente con la conversión de una gigantesca cosechadora en furioso pastor del rebaño, constituye uno de los mejores y más divertidos momentos de la cinta, que transmite al espectador algo de la alegría y la felicidad (bastante gamberras, todo hay que decirlo) con que se fragua la amistad entre el Rayo y Mate.
No es poco mérito el de saber extender la alegría risueña y contagiosa del camión grúa, con su optimismo a prueba de óxido y falta de recambios, con su vitalismo y su inquebrantable fe en la bondad del prójimo, por el patio de butacas. Seguramente el mundo no mejorará mucho porque los niños (y sus padres y tíos junto a ellos) vean Cars y se emocionen y rían con las patochadas de Mate, el italiano macarrónico de Luigi o los desplantes chulescos de Rayo McQueen. Sin embargo, como sostenía Aristóteles y nos recuerda hoy Moncho Alpuente desde las páginas de Babelia, la risa es uno de los atributos que distinguen a los seres humanos. Reír con Cars tal vez no nos haga mejores, pero seguro que durante un par de horas nos asegura el disfrute de una moderada y discreta felicidad.
Una sugerencia, Eduardo. ¿Por qué no incluyes en tu artículo el vídeo de cómo se hizo la película, que está en Google vídeo?
Sin haberla visto, me parece que esta película fomenta en los niños el mito de los coches y de la velocidad, que da muy buenos dividendos a algunas empresas, pero que no resulta muy aconsejable. Supongo que en esta película no existe el carnet por puntos, ¿no? ;-)
Gracias por la sugerencia, Alejandro, y por el enlace. Como tú ya lo has incluido en tu comentario, me libras de la tarea de ponerlo yo.
No hay película inocente, y menos si la produce un gran estudio. No se puede negar que Cars fomenta la fascinación por los coches y la velocidad, y que su mensaje está en sintonía con los valores «oficiales» de la cultura norteamericana, tales como la importancia de la superación personal o del trabajo en equipo, Sin embargo, creo que desde un punto cinematográfico es una película colosal, divertidísima, un auténtico deleite para los sentidos.
Además, en la variedad está el gusto. Ayer vi una película alemana que no puede estar más en las antípodas de la norteamericana. Se trata de Verano en Berlín, una historia más bien triste, crudamente realista, que también me gustó mucho. Una y otra tienen su sitio, y su momento.