Qué mejor entretenimiento para las largas tardes de agosto, después de casi un mes de haber agotado las vacaciones veraniegas, que leer un libro de viajes, cuanto más exótico mejor. Para tal menester no caben recomendaciones más atinadas que las que hace Jacinto Antón desde las páginas de Babelia, siempre teñidas por los maravillosos colores de la aventura, y a menudo dedicadas a personajes muy impropios de esta época nuestra, en la que también la aventura, sus esplendores y miserias parecen obligados a revestirse de las pesadas convenciones de la corrección política.
La primera referencia sobre el libro que voy a comentar a continuación, Los árabes del mar, de Jordi Esteva, la obtuve precisamente de una elogiosa reseña de Jacinto Antón, publicada en un artículo de la sección de Cultura de El País, el martes 11 de julio. Dos semanas y media después, otra crítica de Sami Naïr me puso los dientes largos. Pues, al igual que el autor, yo también he visto muchas veces Simbad el marino, me he dejado seducir por las historias de los mares índicos, surcados por las elegantes velas latinas de los dhows (preciosa la imagen de la portada del libro), por cuyas rutas los marineros árabes, de cabelleras ensortijadas y profundos ojos negros, transportaban oro, marfiles, telas preciosas, especias y esclavos, y he deseado respirar el aroma del clavo y la vainilla en las costas de Zanzíbar.
Reconozco que no poseo el espíritu aventurero de Jordi Esteva ni el valor necesario para arrostrar incomodidades y azares como los que el escritor afrontó a lo largo de sus andanzas por las costas del Mar Rojo y el Océano Índico. Pero, bueno, justamente sirven para eso los libros de viajes, para vivir vicariamente las vidas aventureras de otros, para asombrarse con ellas, para aprender de sus descubrimientos y, casi siempre, para envidiarlas. Yo he aprendido mucho de Los árabes del mar. He aprendido que la cultura árabe y musulmana en los márgenes del Océano Índico es extraordinaria, variopinta y antiquísima (una parte sustancial de esa cultura marítima es, como Jordi Esteva y sus personajes subrayan a menudo, muy anterior al Islam), que la hospitalidad entre las gentes que bordean los mares de Arabia y el cuerno de África constituye una norma de vida admirable, y no sólo la aplicación de un precepto religioso, y que un europeo con espíritu abierto y mentalidad generosa es siempre bien recibido entre gentes que, aunque a veces no tengan muchas posesiones materiales, siempre presentan su corazón abierto al viajero.
Los árabes del mar es un libro de viajes, por supuesto, pero también una crónica sentimental. Todo el relato está teñido de una intensa coloración autobiográfica y de la emoción de una nostalgia que en muchos de los mejores pasajes llega al lector con una viveza sorprendente, casi embriagadora. La peripecia del autor por las tierras y mares de Sudán, Yemen, Omán y las costas orientales del África ecuatorial es el resultado de un deseo infantil de ver lugares exóticos y de viajar a lejanos países que a mí se me hace entrañable, porque yo también lo viví, y de una forma similar a como la que retrata el autor. Fueron los zíngaros que pasaban por el pueblo de Jordi Esteva y proyectaban en una sábana las películas de Simbad quienes le metieron en el corazón el veneno de los viajes; yo también vi aquellas películas, en casa de mis padres o en los bulliciosos cines de los Escolapios, los Jesuitas o lo Maristas de Pamplona, y desde entonces me ha gustado leer todo lo que caía en mis manos sobre aquellos navegantes y sus aventuras.
La nostalgia de un mundo que se sabe desaparecido, o a punto de desaparecer, es otro sentimiento que recorre Los árabes del mar de principio a fin. Por todas los pueblos, ciudades y puertos que recorre el autor, se repite una búsqueda obsesiva, que se sabe destinada al fracaso: la de la imagen de los dhows a vela que trazan las rutas seculares de acuerdo con el rumbo designado por los monzones. Pero los faluchos que contempla Jordi Esteva ya no hacen sus singladuras a vela, ni transportan las mercancías de antaño. Hace ya decenios que los barcos se han motorizado, y muchos de los puertos utilizados durante centenares de años por los marinos árabes ya sólo son un montón de ruinas.
Es curioso cómo se van enhebrando las etapas del viaje que relata Jordi Esteva. En realidad, sería más apropiado hablar de «viajes», en plural, pues el primero lo realizó en 1977, por Sudán y la costa occidental del Mar Rojo, mientras que el otro, en 2002, le llevó por la Península Arábiga y la costa oriental de África. Son viajes construidos de forma un tanto azarosa, con previsiones que constantemente se ven asaltadas y desmentidas por la hospitalidad y el fortísimo sentido de la amistad de los árabes, que inmediatamente arrastran al autor a sus casas, y le hablan de amigos y conocidos que, inevitablemente, alojarán al autor en cuanto éste se ponga en contacto con ellos. Contrariando todos los tópicos, Jordi Esteva nos presenta a sus huéspedes como gente educada, piadosa pero en general nada fanática, que vive su fe con naturalidad y una devoción sincera. Son médicos, profesores, antiguos marineros, gente que disfruta con la compañía y la charla, para quienes las horas de la amistad son sagradas, y sólo se interrumpen con la llamada del almúedano y los ritos del Ramadán.
Hace años que leí Las cuatro plumas, de A.E.W. Mason, Los siete pilares de la sabiduría, de T.E. Lawrence (Lawrence de Arabia, a quien tanto admiraba Borges) y Arenas de Arabia, de Wilfred Thesiger, así que los paisajes literarios de Sudán, el Cuerno de África o Arabia no me resultan desconocidos. Sin embargo, mientras leía Los árabes del mar, no dejaba de sorprenderme, pues el libro es pródigo en imágenes que persisten en la memoria, tan vigorosas e inolvidables como las aventuras de los marinos de Las mil noches y una noche: los pescadores arábigos mientras extraen del mar redes bullentes de sardinas, para luego embarcarlas, todavía vivas, en cestos que transportan a lomos de camellos; los abruptos y laberínticos fiordos (sí, fiordos), de la península de Musandam («la península de la espuma»), en el Golfo Pérsico; la luna reflejada sobre los lomos de los elefantes, que pastan cerca de las ruinas de Takwa, en la isla de Manda, junto a la costa de Kenia; las rocas inaccesibles en el mar, con tesoros de guano de cormorán en sus cumbres, a las que en otro tiempo trepaban los marineros para recoger su valiosísima producción de fertilizante… Imágenes que parecen de otro mundo, de otra época, y que Jordi Esteva ha sabido salvar de la destrucción del tiempo, para que alimenten el recuerdo y la imaginación. Sólo por el perfume desconocido y fugaz de esas instantáneas tan hermosas hay que estar agradecido al autor de Los árabes del mar.
Jordi Esteva, Los árabes del mar. Tras la estela de Simbad: de los puertos de Arabia a la isla de Zanzíbar, Barcelona, Península (Col. «Altaïr Viajes», 72), 2006, 480 páginas.
Posdata deportiva
La edición veraniega de La Bitácora del Tigre comenzó bajo el signo de la derrota, con una entrada, entre resignada y patética, que quería hacer de la necesidad virtud. Me refiero, claro está, a la que redacté el 27 de junio, todavía bajo la impresión de la eliminación de la selección española de fútbol en el Mundial de Alemania. Hoy escribo con una emoción muy distinta, pues hace pocas horas que la selección española de baloncesto ha conseguido una victoria resonante, histórica, sobre un equipo griego a quien todos los aficionados presumíamos mucho más aguerrido, a imagen y semejanza de su entrenador (el bueno de Panagiotis Giannakis, una fiera en el campo cuando jugaba, y un magnífico profesional en el banquillo).
Hay que estar agradecidos a los griegos por haber quitado del camino de la selección española al equipo norteamericano, a quien probablemente Pepu Hernández y los hombres bajo su mando temían mucho más de lo que reconocían en público. Sí, los griegos, con su competividad y su audacia, con su saber estar en la victoria y en la derrota (hoy no han hecho uso de la presión asfixiante ni de las marrullerías mediterréneas en que son expertos), y esa experiencia en el deporte que tiene siglos de antigüedad y con la que sus jugadores parecen haber venido al mundo, como un don de los dioses antiguos. Rivales admirables para un encuentro emocionante, que recordaremos durante muchos, muchos años.
Leonor Quintana dice
Enhorabuena por la victoria del equipo español de baloncesto!
Yo tenía el corazón partido en dos por la inevitable pregunta:
«Mamá. ¿quién quieres que gane?»
Si he de ser sincera, casi hubiera preferido que hubiese ganado Grecia.
¿Apóstata? No. Simplemente que uno es feliz cuando los que le rodean están contentos…
Eduardo Larequi dice
Veo, Leonor, por el dominio de la página que me proporcionas como referencia, que resides en Grecia y das clases de español. Intento acceder a tu página, pero no obtengo más que código HTML.
De todas formas, gracias por leer La Bitácora del Tigre.
Sunta dice
Estoy de acuerdo con tu comentario sobre el libro de los árabes del mar, es fascinante porque rompe tópicos y tiene tantas lecturas! Es muy vital, ensoñador, nostálgico, lo mejor que he leído en meses. Además tiene reflexiones interesantísimas. En la revista Siete Leguas, Pilar Rubio dice: Distinto, elaborado, apasionante. Probablemente el mejor relato de viajes contemporáneo aparecido este año en nuestro país por uno de nuestros autores. Y estoy de acuerdo. Por cierto he oido por la radio que el jueves 14 lo presenta a las ocho en la librería De Viaje de Serrano 41 de Madrid. En la pagina web de De Viaje también lo anuncian. Ahora voy a buscar «los árabes del mar» en el Google…
Sunta
Eduardo Larequi dice
Gracias, Sunta, por las aportaciones y por tu lectura de La Bitácora del Tigre. Suerte con Google.
mariola Infante dice
Ya hace días que leí tu artículo sobre «Los árabes del mar» aunque escriba ahora el comentario… sólo uno pequeño para decirte que no sé si por lo que debe ser el libro en sí o por tu forma de contarlo, lo más seguro es que lo leeré.
Eduardo Larequi dice
Pues que lo disfrutes con salud, Mariola, durante alguno de esos viajes superexóticos que haces. Suerte en Japón. Llévate Kafka en la orilla, de Murakami, para fardar ante los nipones.