El sábado escribí sobre una anécdota que me ocurrió cuando estaba destinado en el I.E.S. «Mor de Fuentes» de Monzón. Ayer, otra que sucedió mientras ejercía el cargo de Jefe de Estudios del I.E.S. «Picos de Urbión», de Covaleda. Pues, bien, como no hay dos sin tres, voy a relatar a continuación otro suceso curioso (e hilarante, por lo menos para algunos), esta vez acontecido en el I.E.S. «Ega», de San Adrián, Navarra, que es mi tercer y, al menos por el momento, último destino.
Era lunes 19 de marzo, festividad de San José, que a veces se celebra y a veces no en el calendario laboral de la Comunidad Foral de Navarra. Mis hermanos tenían fiesta, Pilar tenía fiesta y, aprovechando el buen tiempo, se había decidido de común acuerdo que se organizaría una comida familiar en las Ventas de Larrión, cerca de Estella. El único que no podría asistir era yo, pues tenía clase en el instituto.
De modo que allí me fui, a cumplir con las obligaciones docentes. Ya cerca del recinto escolar, vi a dos alumnas mías de 3º o 4º de E.S.O., amigas inseparables, que paseaban con gozosa indolencia por una calle próxima, comiendo cucherías. Rápidamente las interpelé:
-¿Qué hacéis por aquí vosotras dos?, ¿quién os ha dado permiso para salir del centro?
Las dos se pararon, me miraron extrañadas y durante un momento no dijeron nada. Yo también esperé, con una sonrisa maligna en el rostro, a ver qué excusa ingeniosa me daban. Tras alguna vacilación, la más osada de las dos respondió:
-Pero bueno, Eduardo, ¿lo dices en serio?
Entonces comprendí que había metido la pata. Miré hacia la verja del Instituto, sospechosamente vacía de coches a su alrededor (pero no del todo) y de los habituales moscones que solían merodear en torno al centro. Las dos chicas, al ver mi embarazo y confusión, comenzaron a reírse. Yo me despedí de ellas, intuyendo lo que aquel patinazo me iba a suponer, y continué andando hacia el centro.
No era el único profesor que estaba allí. Algún otro, aprovechando la circunstancia de un día no lectivo, pero no festivo a efectos laborales, había ido a preparar material o a tramitar algún papel. Yo era el único cuyo despiste rayaba en límites tan estratosféricos como para no haber advertido la existencia de aquel día de fiesta. Finalmente me marché, no sin antes fingir algunas ocupaciones y charlar brevemente con el Director, que también se rió a gusto con mi metedura de pata.
Al día siguiente pasó lo que tenía que pasar: poca cosa en la primera clase, pero conforme fue avanzando la mañana se corrió la voz, de forma que a tercera o cuarta hora ya era un clamor la chifladura de «El Larequi», como solían llamarme los alumnos. Recuerdo perfectamente cómo uno de ellos, un chico risueño, gordito y muy inquieto, me hizo la pregunta temible ante toda la clase:
-¿Qué, viniste ayer a trabajar?
Tras lo cual el aula estalló en una sonora carcajada, alimentada por las rechiflas y las cuchufletas del alumno en cuestión, que no podía tenerse de la risa. Yo solté una respuesta ensayada, aquello de «fijaos cuán en serio me tomo el trabajo que ni siquiera dejo de venir a trabajar en un día de fiesta», etcétera, pero nadie se la creyó. Con cierto esfuerzo y alguna invocación intimidatoria, conseguí sacar la clase adelante, pero las risas no se extinguieron del todo.
Creo que, en el fondo, no hubiera sido conveniente que se extinguieran. Uno de los derechos que ningún Proyecto Educativo ni Reglamento de Régimen Interior reconocerá nunca a los alumnos es que se cachondeen de sus profesores (a poder ser con gracia y sin mala leche) cuando éstos se lo merecen. Y no me cabe ninguna duda de que aquel día yo había hecho merecimientos más que sobrados.
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