Sunshine es el cuarto largometraje del director británico Danny Boyle que he tenido oportunidad de ver. De los anteriores, Trainspotting y sobre todo 28 días después me gustaron mucho. La playa, en cambio, me pareció una película fallida y aburrida, de escaso interés. El film del que me ocupo en esta reseña vuelve al terreno de la anticipación que ya abordó Boyle en 28 días después (las dos películas también coinciden en otorgar al actor irlandés Cillian Murphy la cabecera del reparto), y al igual que aquélla logra resultados muy estimables. Aunque no sea la película redonda que todos los aficionados al género hubiéramos deseado (a decir verdad, su tramo final no está a la altura del conjunto), Sunshine es uno de los títulos de ciencia ficción más interesantes de las últimas temporadas, y a pesar de sus innegables defectos mantiene un alto nivel de compromiso con lo mejor del género: el sentido de la maravilla y del asombro, la voluntad prospectiva, un propósito riguroso a la hora de abordar la especulación científica y tecnológica, y un sentido del espectáculo que no excluye tonos más profundos y, si la palabra no parece demasiado pedante, trascendentes.
La historia parte de un planteamiento argumental muy atractivo: a mediados del siglo XXI, la nave Ícaro II , tripulada por ocho astronautas, navega hacia un Sol moribundo, para arrojar en su interior un inmenso artefacto nuclear (la bomba, cuya masa equivale a la isla de Manhattan, es tan grande que en ella se han utilizado todos los materiales fisibles de la Tierra, por lo que no podrá repetirse la misión si ésta fracasa). De este modo, se reactivarán los hornos de fisión de la estrella y se evitará la extinción de la especie humana. Naturalmente, los planes de la misión se ven alterados con el descubrimiernto de una señal de socorro procedente de la nave Ícaro I, que se perdió varios años atrás cuando abordaba una misión semejante.
Como puede verse por este resumen de la trama, estamos ante una nueva versión de una estructura narrativa prototípica del cine bélico, que en incontables ocasiones ha sido adoptado por el de ciencia ficción: la historia de un grupo de personas embarcadas en una misión de gran riesgo, en cuyo desempeño van cayendo, uno tras otro, hasta culminar en un desenlace en el que el último de los personajes (o la última, no hay que olvidar a la teniente Ripley) se enfrentan a su destino. En el caso que nos ocupa, y por citar sólo algunos títulos que comparten la misma adscripción genérica, cabe invocar el recuerdo de títulos tan emblemáticos como 2001, Alien, Misión a Marte o la Solaris de Steven Soderbergh. Con todo, yo diría que el referente más próximo a Sunshine no es ninguna de las ya citadas, sino una película de ciencia ficción de la que siempre me he declarado, a pesar de sus muchos fallos, un fan incondicional: Horizonte final (horrible traducción del título original, Event Horizon), un film de 1997, dirigido por Paul W.S. Anderson, que tiene con el de Danny Boyle innegables puntos de contacto.
A mi modo de ver, lo más interesante de Sunshine, y lo que le proporciona un enfoque adulto y serio, del todo alejado de los los tics infantiloides y patrioteros de gran parte del cine de ciencia ficción contemporáneo, es el conjunto de resonancias e implicaciones de carácter psicológico, metafísico y religioso que acompañan al desarrollo de la historia. Todos los tripulantes de la Ícaro II aspiran, de un modo u otro, a una forma de trascendencia o iluminación que dé sentido a la rutina y las inevitables tensiones de unas vidas encerradas en el casco de la nave, tras el que no existe otra cosa que un medio cada vez más despiadado y hostil. Para algunos personajes (el capitán Kaneda, el tripulante Mace), esa aspiración se concreta en la devoción fanática a la misión que da sentido a sus vidas. En el caso de Corazón, la bióloga de la nave a la que encarna una muy sugerente Michelle Yeoh, toma la forma de su devoción al jardín de oxígeno que cultiva con amoroso primor. Por su parte, el físico Capa (Cillian Murphy) encuentra la compensación a su personalidad tímida y huidiza en las complejidades técnicas y científicas del arma termonuclear que tiene que detonar en el interior de la estrella.
Pero el motivo que centra la atención de personajes y espectadores no es otro que el que ocupa la posición central del relato, ese sol cuyo brillo agonizante evoca su título. Los astronautas del Ícaro II mantienen con el objetivo de su misión una relación fascinada, en algunos casos obsesiva, teñida de connotaciones metafísicas e incluso religiosas (de aquí las «heliolatrías» del título de esta reseña), que se expresa a través de un plano reiteradamente utilizado en la película, hasta lograr la categoría de símbolo: la contemplación de la esfera solar, cada vez más cercana, desde el observatorio de la nave. La entrega de varios tripulantes a esta contemplación, en algún caso al precio de la propia vida, adquiere un sentido radical, casi místico, que no se explica solamente por la trascendental importancia de la misión para la especie humana.
Es como si en el encuentro personal e íntimo con el Sol, fuente de vida pero también de aniquilación, los tripulantes del Ícaro II encontraran la justificación paradójica a un viaje cuajado de peligros, que desde el principio de la película adquiere los perfiles de una misión imposible y en la práctica suicida. Todos los riesgos, los problemas técnicos, las obsesiones particulares de los personajes, sus desencuentros y discusiones, quedan subordinados a una cita final con la luz, el calor y la radiación solar, que en el caso del protagonista de la película, el astronauta Capa, se presenta ante la mirada del espectador como una experiencia extática, inefable.
Y es aquí donde estriba el problema fundamental al que la película no ha sabido dar una respuesta acertada. Obligada por el guión a representar en imágenes lo que no se puede expresar con palabras, Sunshine cae en el mismo defecto que en su día afectaba al tramo final de 2001, una odisea del espacio, de Stanley Kubrick, que con toda evidencia ha sido la fuente de inspiración primordial de Danny Boyle en los últimos veinte minutos de su película: la tentación discursiva y el prurito de originalidad en la realización, por obra de una vorágine de imágenes tendentes a la abstracción y, por lo menos en el caso de Sunshine, de dudoso valor narrativo.
Además, el desenlace de la película de Danny Boyle incorpora a la trama un personaje inesperado, una especie de monstruo inhumano, enloquecido por el dolor y las obsesiones religiosas (a mí me recordó mucho al del Dr. William Weir, el científico protagonista de Event Horizon), cuya intervención en los acontecimientos del relato se antoja desagradablemente próxima al proverbial deus ex machina. La presencia de este personaje, siempre a través de un torrente de imágenes desenfocadas, confusas y brillantes (ay, cuánto daño ha hecho en el cine contemporáneo la estética del videoclip), se hace sumamente molesta, hasta el punto de que el espectador puede salir de la sala de proyección (y es un comentario que oí a varios asistentes) con la sensación de que no sabe bien lo que ha ocurrido en el último cuarto de hora.
Es una lástima, porque ese tramo final debilita el efecto general de una película que tenía todos los triunfos en su mano para erigirse en una de las señas de identidad del género de la ciencia ficción cinematográfica. La eficacia de su puesta en escena, el ritmo lento y poderoso, el acertado tono de concentración dramática y tragedia contenida que rodea a los personajes, todos ellos retratados en tonos deliberadamente antiheroicos, la belleza de muchas de sus imágenes (en una antología de la ciencia ficción cinematográfica no deberían faltar los planos cenitales de la nave Ícaro II, sobre el fondo del disco solar, ni las secuencias de reparación en el exterior de su casco, con los astronautas embutidos en unos pesadísimos trajes recubiertos de oro, con los que parecen buzos sumergidos en el infernal océano solar), hasta el esfuerzo de verosimilitud científica que realiza el guión, quedan desaprovechados como consecuencia de un final que, desde el punto de vista narrativo, sólo cabe calificar como muy torpe.
Con todo, creo que no es exagerado ni injusto otorgar a Sunshine una buena nota global. Hay en la película de Danny Boyle secuencias enteras de un cine poderoso, con vocación de clásico, tanto desde el punto de vista visual como desde una perspectiva puramente emotiva, que recuperan la añeja fascinación que las películas de viajes espaciales provocaban en los espectadores que nos asomamos al cine de ciencia ficción en nuestra infancia y adolescencia. Y sólo por eso creo que merece la pena ver esta película y disfrutar de ella, hasta donde a cada uno le sea posible.
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