Es difícil sentirse turista en Grecia, porque a cada paso surge algo –una piedra, un recuerdo, una palabra- que es parte de la historia personal de quien visita el país. Da lo mismo que no se entienda el idioma ni el alfabeto (yo nunca estudié griego en el colegio ni en la Universidad, y es toda una lástima), que el tono vital de las gentes y las ciudades tenga un marcado sabor oriental, o que algunas costumbres e instituciones resulten sorprendentes.
Todo eso da lo mismo porque Grecia, su lengua, su historia, las imágenes de sus ciudades y paisajes, y hasta la cocina o la música, nos resulta conocido, familiar, como si lo hubiéramos experimentado en otra vida, o tal vez en uno de esos sueños tan vívidos y reales que al despertar quisiéramos prolongar en el territorio fascinante y ambiguo de la duermevela.
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