Me dirán ustedes que el suceso al que se refiere este artículo, y las fotografías que lo ilustran, tomadas en dos tandas con mi teléfono móvil, de vuelta del trabajo, no son más que un ejemplo nada insólito del fenómeno conocido como corrimiento de tierras. Me dirán también que el derrumbe del pasado jueves 14 de febrero era previsible tras las intensas precipitaciones que han caído sobre Navarra en las últimas semanas, hasta el punto de batir récords históricos. Y abonarán tales argumentos con el dato añadido de que este tramo del baluarte de Labrit, recorrido por profundas grietas y desde hace unos meses en proceso de restauración, era presa fácil para los elementos desatados.
Sí, todo eso es cierto, muy cierto, pero, qué quieren que les diga, el desplome de ese tramo de muralla (afortunadamente, no causó ninguna víctima y produjo escasos daños materiales, si hacemos abstracción de la ruina de la fortificación) adquiere a la dudosa luz de la actualidad un aire de metáfora o alegoría de los tiempos que nos ha tocado vivir: se quiebran las certidumbres, se agrietan las instituciones, ceden y se derrumban ideas y figuras sacrosantas, y la sociedad se agita con dolores que no sabemos aún si son de agonía o de parto.
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