Que el fenómeno de las bitácoras (insisto en la palabra, mucho más bonita que blogs o weblogs) ha llegado a nuestra realidad para quedarse a vivir en ella, es un hecho que merece poca discusión. Las virtudes de las bitácoras –ubicuidad, sencillez de acceso y edición, publicación inmediata, visibilidad en la web, capacidad para que sus practicantes tejan y destejan redes de intereses comunes– son demasiado evidentes para que hayan pasado desapercibidas a los navegantes que frecuentan los mares de Internet y sobre todo a los que han hecho de la Red (los “superusuarios”, como los llama el libro que comento aquí) su espacio natural de trabajo, de actividad social y de ocio.
También otros ámbitos más tradicionales –el del periodismo, el de la empresa– han experimentado el poderoso impacto de las bitácoras. A veces, como una prolongación de sí mismos y como una seductora promesa de innumerables ventajas y beneficios; otras, en cambio, como una realidad autónoma, dotada de carácter singular y de un estilo propio que amenaza con derribar las cómodas posiciones de algunos monstruos –los macrogrupos de comunicación, las grandes corporaciones, a menudo fieles a modelos de negocio demasiado inflexibles y jerarquizados– que hasta hace poco parecían invulnerables al sentir de los ciudadanos de a pie, e incluso al de sus propios clientes.
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