El arranque de Buenas noches, y buena suerte, de George Clooney, no puede ser más explícito respecto a sus intenciones: el periodista Edward R. Murrow, a quien interpreta con enorme convicción David Strathairn, se permite el lujo de romper las convenciones propias de una cena de gala a la que asisten los más importantes ejecutivos de las principales cadenas de televisión. En vez de contar chistes o participar de las trivialidades habituales en esta clase de actos, Murrow pronuncia un apasionado discurso acerca de la importancia de la televisión como instrumento de educación del público y del riesgo que corre el medio si cede ante los propósitos de quienes quieren convertirlo en un simple instrumento de alienación.
La escena es muy breve, pero muy eficaz. Tres o cuatro minutos, y el espectador ya se ha hecho una idea certera de cómo es el protagonista de la película: serio, casi impasible, lúcido hasta ser molesto, afilado como un cuchillo. Semejante presentación deja el terreno marcado para lo que viene después: un largo flash-back (la práctica totalidad del metraje, algo menos de noventa minutos que en cualquier caso transcurren en un suspiro), para relatar un episodio bien conocido de la reciente historia norteamericana: la actividad del senador Joseph McCarthy, presidente del tristemente célebre Comité de Actividades Antiamericanas y líder de la “caza de brujas” anticomunista durante la década de 1950, y el combate que contra sus abusos entablaron algunos periodistas valientes, como Murrow y su equipo de la CBS. Derrotado McCarthy, la película regresa al escenario en el que comenzó y a ese discurso de Murrow, tan perspicaz, tan necesario, sobre la función de los medios de comunicación en la sociedad democrática.
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