Como ya señalé al final de mi reseña de Banderas de nuestros padres, aguardaba con gran expectación el estreno de la segunda parte de ese interesantísimo díptico sobre la batalla de Iwo Jima que ha dirigido Clint Eastwood. El pasado viernes vi Cartas desde Iwo Jima (por cierto, ¿por qué se ha traducido el título al español y en cambio no se ha doblado la película?), aunque en condiciones que estaban lejos de ser idóneas: en una sala pequeña, de butacas incómodas, perdiendo en cada secuencia la mitad del diálogo debido a la altura y corpulencia de la persona que se sentaba delante de mí (si algún espectador ha sufrido padecimientos semejantes le vendrá bien el resumen del argumento que aparece en la entrada correspondiente de la versión inglesa de la Wikipedia, spoilers incluidos), y rogando silenciosamente por que ese señor se deslizara a lo largo de su asiento, lo cual no ocurrió hasta mediada la proyección.
Admito que mi desazón e incomodidad ante el film de Eastwood tal vez se deban a razones tan poco cinematográficas como las que acabo de citar, pero lo cierto es que Cartas desde Iwo Jima me pareció una película excesivamente larga y pesada, una historia áspera, de sequedad y dureza extremas, practicante obsesiva de una estética hermética, claustrofóbica y minimalista que presenta continuas dificultades al espectador, por lo general nada fáciles de superar. No es, por otra parte, nada nuevo en la cinematografía de Clint Eastwood, un director cuya tendencia al despojamiento, la esencialidad y la contención narrativa no ha hecho sino intensificarse en sus últimos títulos (véanse Mystic River y Million Dollar Baby) y, en el caso de Cartas desde Iwo Jima, desbordar la opción estética, convirtiéndose en seña de identidad y hasta en principio de afirmación ideológica.
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