Hace algo menos de un mes que compré Los cuentos de lo extraño, del novelista y cuentista británico Robert Aickman, uno de esos libros con los que de vez en cuando me topo en las librerías, y que adquiero por intuición, con poco o ningún conocimiento de su autor y sin ninguna referencia previa. En este caso, me sedujeron de inmediato la portada –una imagen inaprensible y acuática, vagamente figurativa-, las promesas de las solapas y sobre todo el sugestivo prólogo de Andrés Ibáñez, que presenta la obra de un “escritor refinado, inteligente, sensible y culto”, y augura a quien desconoce la obra de Aickman (supongo que a esta categoría pertenecemos la inmensa mayoría de los lectores españoles) una experiencia estética muy poco habitual.
Los seis cuentos de esta colección –“El vinoso ponto” (qué título tan hermoso, con su epíteto homérico), “Los trenes”, “Che gelida manina”, “La habitación interior”, “Nunca vayas a Venecia” y “En las entrañas del bosque”-, son todos tan placenteros como inquietantes. Mientras los leía, recordaba aquellas largas sesiones, hace ya más de veinte años, en que me enfrascaba entre las páginas de prolijos volúmenes sobre teoría de la literatura fantástica, y me venía una y otra vez a la memoria el concepto freudiano del unheimliche, lo que es familiar y reconocible, pero al mismo tiempo extraño y perturbador, por cuanto supone una amenazadora discontinuidad de la realidad.
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