No tengo ningún empacho en comenzar esta reseña confesando mi admiración por la obra narrativa de José María Merino, y especialmente por sus cuentos, acaso porque ya desde el primer contacto con ellos, allá por el año 1985, reconocí en sus historias y en sus ambientes el reflejo de mis propias aficiones y de mis gustos estéticos. Desde aquella primera experiencia he seguido su carrera como cuentista con particular interés, así que no sorprenderá la afirmación de que esta nueva entrega de su narrativa breve me ha permitido disfrutar de una sabrosa complicidad, del milagro humilde de esos paseantes cotidianos que han hollado muchas veces la misma senda, y que sin embargo son capaces de apreciar, en una escondida revuelta del camino, el brillo de un descubrimiento, de un hallazgo sorprendente y hasta entonces esquivo.
El denodado empeño de Merino en el cultivo del cuento literario es muy digno de reconocimiento, pues desde los ya lejanos tiempos de su primer libro de relatos, Cuentos del reino secreto, el escritor ha conseguido construir un mundo narrativo de infrecuente coherencia y no menos rara belleza. Sus temas y motivos predilectos, sus paisajes, los escenarios de su imaginación y su memoria, hasta algunos personajes que reaparecen constantemente hasta adquirir un aire familiar y entrañable, los ha reiterado una y otra vez en muy diversas formas y versiones, y, sin embargo, el lector encuentra siempre entre ellos el estímulo para disfrutar de un renovado y provechoso entretenimiento que no excluye ni la emoción de la ternura ni tampoco el paradójico deleite del escalofrío.
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