Los libros se compran por afición, por recomendación de los amigos, por afinidad con el autor, el género o la época en que fueron escritos y también por su papel o sus portadas. Cualquiera que haya tenido en sus manos un libro de los que publicaba la editorial Alianza, allá por los años setenta y ochenta, con portadas del inimitable Daniel Gil, sabrá a qué me refiero.
En su día, yo compré unos cuantos números de la colección «El Libro de Bolsillo» sólo por disfrutar de los diseños de Daniel Gil. Hoy me ocurre algo parecido con los libros de la colección «Andanzas» de Tusquets Editores, cuyos lomos negros y satinados y las ilustraciones de sus portadas -siempre tan expresivas y a menudo tan artísticas- hacen por la promoción de los libros mucho más que las mejores campañas. El jueves de la semana pasada, mientras esperaba en la terminal 4 de Barajas al avión que debía devolverme a Pamplona, me fijé en la foto de la portada de El camino blanco, de John Connolly, en la que unas manos rojas de sangre (o de pintura roja), a la espalda de una figura masculina en forzado contrapicado, reclamaban mi atención.
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