La de Guillermo del Toro es una película absorbente, cautivadora, que atrapa al espectador desde el primer fotograma. Magníficamente realizada e interpretada, con una puesta en escena impecable y una fotografía al mismo tiempo cálida y tenebrosa, es una muestra logradísima de las obsesiones cinematográficas de Guillermo del Toro y de un estilo de hacer cine, tan personal como reconocible, que no hace sino mejorar en cada entrega de su filmografía.
La fascinación del cineasta mexicano por lo monstruoso, presente en filmes como Mimic, El espinazo del diablo o Blade II (no he visto otros éxitos del director como Cronos o Hellboy, pero prometo que voy a hacer lo posible por verlos), alcanza aquí un punto culminante en cuanto a riqueza y complejidad. En efecto, lo monstruoso se presenta en El laberinto del fauno con al menos dos sentidos diferentes y complementarios: como elemento «contrario al orden de la naturaleza», tal como lo define el DRAE en su primera acepción, pero también con el sentido de algo «enormemente vituperable y execrable», que es el que tiene en su cuarta acepción.
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