Aunque las películas de miedo no son mi género favorito, de vez en cuando me gusta que me asusten en la sala de proyección. El problema es que, con frecuencia mucho mayor de la deseable, uno acude al cine con la perspectiva de un deleitoso escalofrío y se encuentra con emociones muy diferentes, que prefiero no detallar por respeto a los lectores. Entre los subproductos de y para adolescentes (víctimas y verdugos, igual de absurdos y homicidas unos y otros), las historias construidas a mayor gloria de los fabricantes de sangre artificial y los delirios de la planificación sincopada y frenética, el espectador acaba por cobrar la sospecha de que el género se ha muerto sin hacer testamento y que de él sólo sobreviven pálidos fantasmas.
De manera un tanto sorprendente, Dark water (La huella) viene a demostrar que esos recelos son infundados y que todavía queda vida y talento en el terror contemporáneo. El soplo de aire fresco procede de un director inesperado, Walter Salles, famoso entre nosotros por su magnífica Diarios de motocicleta, que no puede ser más diferente a la que ahora nos ocupa. Aunque la firma de Salles me atraía, lo cierto es que fui a ver Dark water con ciertas prevenciones, pues había leído que se trataba de una adaptación para el mercado anglosajón de un filme japonés (Honogurai mizu no soko kara, de Hideo Nakata, un detalle erudito que he tomado prestado de la imprescindible IMDB). Y aunque no faltan ejemplos estimables de los remakes norteaamericanos de éxitos foráneos (sin salirnos de las coordenadas del género de terror podemos invocar el ejemplo de The Ring, versión de una película japonesa que hace un par de años triunfó en nuestras pantallas), conviene tentarse la ropa: por cada adaptación digna de interés hay que aguantar también muchos bodrios (si el lector no me cree que compare Abre los ojos, de Alejandro Amenábar, con el Vanilla Sky de Cameron Crowe).
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