John Boorman ha sido siempre uno de mis directores favoritos, y de hecho no hay una sola película suya que no me haya gustado. Casi todas las que he visto tienen una intensidad muy singular, un toque áspero y sincero que hace que uno recuerde algunas de sus mejores momentos: los feroces diálogos de sordos entre Lee Marvin y Toshiro Mifune en Infierno en el Pacífico, la animalidad a la que descienden los urbanitas de Deliverance, el universo apocalíptico y retorcido de Zardoz, las cabalgadas de los caballeros pseudomedievales de Excalibur, entre almendros en flor y a los sones del Carmina Burana, el exuberante y onírico mundo vegetal de La selva esmeralda, el humor vitalista de Esperanza y gloria o El general, la desesperación, la crueldad y el miedo casi físico que destila Más allá de Rangún.
Sin embargo, en los últimos tiempos Boorman parece haber perdido fuelle. El sastre de Panamá no era mala película, pero me dejó algo frío. Y esta su última cinta, titulada en España In my country (qué manía la de no traducir el título cuando se hace con toda la película, con lo hermoso que es el del libro de la poetisa surafricana Antjie Krog en que está inspirada, The country of my skull, es decir, ‘El país de mi calavera’ o, mejor, ‘El país de mis huesos’), deja una impresión similar: la de una historia de gran emotividad, llena de sucesos desgarradores y terribles, que no obstante no encuentra ni el tono ni una estructura narrativa convincentes.
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