Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) ha publicado recientemente la que hasta ahora es, según opinión de muchos críticos y lectores, su mejor novela. No estoy en condiciones de confirmar tal valoración, porque ésta es la primera de sus obras que consigo terminar, y conste que lo he intentado antes con El Club Dumas, La tabla de Flandes y El sol de Breda. Tal vez yo sea un bicho raro, a tenor de mi incapacidad para hacer justicia a uno de los novelistas españoles contemporáneos que con mayor éxito ha sabido conectar con el público; en cualquier caso, me arriesgaré a dejar bien claro desde el principio de esta reseña que el escritor no es santo de mi devoción. Tal vez se deba a un defecto personal, a mi incapacidad como lector, pero muy raras veces he alcanzado a ver, más allá de su desgarro altanero, aparentemente insobornable, rebelde y un tanto cínico, con frecuencia tendente a la baladronada o al insulto caprichoso1, una emoción sincera, una experiencia humana original y atractiva, un modo personal y auténtico de ver el mundo.
Y lo cierto es que esta decepción persiste tras la lectura de esta ambiciosa novela e incluso por encima del hecho de que La carta esférica no puede considerarse, ni mucho menos, una obra deleznable. Hay en ella talento narrativo, una gran capacidad para lograr ambientes y escenarios convincentes (tanto contmporáneos como históricos), personajes atractivos (la hermosa e inalcanzable Tánger Soto, sobre todo), páginas tensas y vibrantres, y una variedad de homenajes, citas y ecos literarios que harán las delicias de los aficionados a las novelas de aventuras marítimas y de los admiradores de Tintín y Corto Maltese. Intentando ser ecuánime, debo señalar que mi decepción no se debe tanto al desequilibrio entre los méritos y los defectos de la novela, sino al exagerado nivel de expectativas creado por el lanzamiento comercial del que ha sido objeto (la presentación editorial insiste, con criterio acaso imprudente, en la vinculación de la novela con grandes clásicos del género de aventuras, “de Melville a Stevenson y Conrad, de Homero a Patrick O’Brian”). En este sentido, hay que subrayar que La carta esférica entrega al público bastante menos de lo que promete, y ello parece ser, a juzgar por mis conversaciones con lectores mucho más experimentados en la obra de Pérez-Reverte, un defecto frecuente en su narrativa.
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- Suelo leer las columnas de Pérez-Reverte en El Semanal, y he de confesar que su tono y actitud me recuerdan demasiado a menudo a la entrañable figura del capitán Haddock. En los tebeos de Tintín queda muy bien que el barbudo marino del jersey azul se desgañite con originales insultos contra todo el género humano, pero esto no es tan admisible en las colaboraciones periodísticas, en las entrevistas o en las novelas. Mi comparación no es caprichosa, ya que en La carta esférica hay muchos homenajes explícitos —demasiados, en mi opinión, y no siempre justificables, como luego veremos— a las obras de Hergé.[<-]
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