He de reconocer que tenía muchas prevenciones antes de ver La mula. Si no hubiera sido por uno de nuestros habituales acuerdos cinematográficos de fin de semana, en virtud del cual Pilar me acompañaría a Objetivo: La Casa Blanca, a cambio de que yo fuera con ella a ver la película española, es muy probable que me hubiera quedado en casa leyendo Capital, de John Lanchester (una novela espléndida, que seguramente reseñaré en este blog), o escuchando en la radio la retransmisión del partido Osasuna-Getafe. Mis reparos quizá fueran poco consistentes, pero no caprichosos: en primer lugar, no me gustaban los actores protagonistas de La mula –la pose chulesca y la defectuosa dicción de Mario Casas no constituyen precisamente una buena carta de presentación, y María Valverde casi nunca me ha parecido convincente en sus papeles–; en segundo lugar, desconfiaba del resultado final de una película cuyo director, el británico Michael Radford, se retiró del proyecto pocos días antes de terminar el rodaje y cuyo estreno ha venido precedido por un rosario de peripecias administrativas y judiciales; por último, no me apetecía mucho asistir a una más de las entregas del largo serial de películas españolas sobre la Guerra Civil lastradas por la peculiar e intragable mezcla de cutrez en la producción y abierto maniqueísmo ideológico.
Sin embargo, la película consiguió vencer mis prejuicios desde la primera secuencia, que muestra a los dos bandos participantes en la batalla de Valsequillo, enzarzados en una peculiar variedad de guerra sicológica, cuyas armas son las alabanzas hacia sus respectivas exquisiteces gastronómicas, aderezadas con el incomparable talento hispánico para el insulto y la blasfemia. Los tiros, las explosiones, la sangre y la muerte llegan enseguida para demostrar que esta no es una guerra de opereta, ni tampoco una mera repetición de la visión esperpéntica y absurda de la contienda que de forma tan inolvidable fue plasmada en imágenes por La vaquilla (no obstante, el recuerdo de la película de Luis García Berlanga es inevitable en muchos momentos del film). Conviene poner de relieve la importancia de estas primeras escenas de La mula, porque con ellas enseña sus cartas a los espectadores y les sitúa ante el territorio que han de recorrer: una historia que combina el drama personal y la tragedia colectiva con un tono humorístico muy logrado, que en modo alguno resulta postizo o irrespetuoso, sino muy al contrario, plenamente justificado por el devenir de los hechos y el carácter de los personajes.
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