Símbolo del tiempo que pasa, del eterno retorno, de la fortuna mudable, de la vida con todas sus vueltas y revueltas, la venerable y lenta noria legada por los árabes junto con sus regadíos y sus fuentes rumorosas, esa rueda infinita recubierta por un oloroso verdín, que giraba uncida a un caballo ciego o a una pobre mula vieja, como en el poema de Antonio Machado, se ha convertido, como tantos objetos, tradiciones y costumbres del pasado, en una atracción de feria.
Afirman quienes saben de estos asuntos que la que se acaba de instalar en el Parque de Antoniutti de Pamplona es la mayor noria desmontable de Europa. Aunque no lo fuera, impresiona la visión de su rueda colosal, soportada por pilares que, a pesar de sus titánicas dimensiones, tienen una gracilidad y elegancia sorprendentes. Esta tarde, tras un paseo muy agradable por la Vuelta del Castillo, en el primer día auténticamente veraniego de la temporada, no hemos podido resistirnos a la tentación de una breve y emocionante excursión aérea.
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