He aprovechado el llamado «puente foral» (unos cuantos días de fiesta, que se apoyan en los hitos del 29 de noviembre, día de San Saturnino, patrono de Pamplona, y 3 de diciembre, festividad de San Francisco Javier, patrono de Navarra) para dejarme caer por Madrid y quitarme el pelo de la dehesa, con las actividades culturales de rigor: la imprescindible visita a la ampliación del Museo del Prado, un poco de teatro, el recorrido habitual por las librerías y las tiendas de discos que Pilar y yo solemos frecuentar cuando nos acercamos a la ciudad del oso y del madroño y, sobre todo, mucho callejeo.
La ampliación del museo me pareció muy lograda y la exposición sobre El Siglo XIX en el Prado fascinante. Me emocionó muchísimo encontrarme ante los lienzos de pintores como Madrazo, Casado del Alisal, Pradilla, Gisbert, Moreno Carbonero, Rosales, Fortuny o Sorolla, que tantas veces he visto, a tamaño reducido, en los manuales de Historia de la Literatura Española y de Historia de España. Contemplados al natural, esos enormes cuadros de tema histórico, como Doña Juana la Loca, Rendición de Bailén, Testamento de Isabel la Católica o Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros, tienen una intensidad y una potencia evocadora inesperadas. De hecho, ante la pintura de Antonio Gisbert, sobre la que desciende la luz cenital de la inmensa claraboya diseñada por Rafael Moneo, me quedé sentado largo rato, embobado, con la sensación de estar fuera del tiempo y del espacio.
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