Si usted, estimado lector, pertenece al grupo de quienes sólo van al cine un par de veces por temporada, y seleccionan con especial cuidado la oferta de las carteleras, no lo dude: United 93, la reconstrucción cinematográfica de uno de los vuelos que los terroristas islámicos secuestraron el 11 de septiembre de 2001, es una de las películas más importantes del año (lo cual no significa que sea una de las mejores), una película que hay que ver, casi por obligación, aunque sólo sea como recordatorio de una virtud del cine que las nuevas generaciones, educadas en un vertiginoso carrusel audiovisual, casi han olvidado: la de propiciar con sus imágenes una emoción intensa, casi dolorosa, que se agarra a las entrañas y le deja a uno conmovido y exhausto.
El director de cine británico Paul Greengrass (de quien conozco Domingo sangriento, que me gustó mucho y El mito de Bourne, sobre la que tengo un recuerdo muy impreciso) ha logrado con United 93 una película de enorme tensión nerviosa, que genera en los espectadores una inquietud y un desasosiego insólitos. Ese logro no es en absoluto desdeñable si se tiene en cuenta que casi cualquier persona que tome asiento en la sala de proyección sabe de sobra cuáles son los hechos que en el filme se relatan, conoce su desenlace y muchos de los detalles de la trama. Greengrass, perfectamente consciente de esta circunstancia, renuncia desde el principio a cualquier especulación o elemento de sorpresa y se dedica a lo que le interesa: encerrar al espectador entre los límites de una estructura dramática eficacísima, de la que sólo le libera el estremecedor y terrible plano negro del final.
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