No tengo nada contra el cine español, ni contra la política de subvenciones, que siempre me ha parecido justa y necesaria, incluso cuando uno oye o lee denuncias sobre los abusos que al abrigo de tal iniciativa se practican (alguna prensa cavernícola ha hecho de este asunto uno de sus filones más productivos, tristemente a mi modo de ver). Si se subvencionan los museos, y los clubs de fútbol, y toda suerte de asociaciones presuntamente educativas y culturales, ¿por qué no el cine, que tantos buenos ratos nos ha hecho pasar a tanta gente?
Me gusta bastante menos que algunos miembros del gremio cinematográfico nacional utilicen el púlpito que el público les concede, gracias a su trayectoria profesional, para erigirse en portavoces de causas que poco o nada tienen que ver con el sueldo que indirectamente les pagamos los espectadores. Algunos creen que esta práctica está detrás de la creciente deserción de espectadores que sufren las películas españolas, aunque a mí tal explicación me parece simplista y más bien peregrina. Repito, eso de que los actores y artistas se apropien del papel de santones de la corrección política me parece un abuso, pero estoy dispuesto a tragármelo como tantos otros vicios contemporáneos, habida cuenta de que no son los únicos en proceder así (en este país nuestro cualquiera se atreve a opinar sobre los temas más abstrusos), y que la epidemia tiene visos de contagiarse rápidamente.
Pero a lo que no estoy dispuesto es a que me tomen el pelo y me estafen con películas como Semen, una historia de amor, dirigida por Inés París y Daniela Fejerman, película que muestra una extraña coherencia entre lo horrible del título y el resto de sus ingredientes: un guión absurdo hasta decir basta, personajes estrambóticos e increíbles, una fotografía fea y técnicamente incompetente, diálogos incomestibles y unos actores que naufragan en el despropósito general a pesar de algún ocasional rapto de lucidez e ingenio. Por cierto, visto lo deleznable del guión al que han tenido que hacer frente, estoy dispuesto a disculpar a casi todo el reparto, menos a Leticia Dolera, una actriz que a pesar de su juventud alcanza el dudoso privilegio de estar francamente mal en los dos papeles que interpreta. Creo no haber cometido nunca el imperdonable pecado de largarme de una sala de proyección antes del final de la película (miento, me marché de Uno de los nuestros, de Martin Scorsese, porque estaba a punto de perder un tren), pero con la del pasado viernes me faltó poco para caer en la tentación.
Si la película se presentara sin pretensiones, se la podría disculpar. Al fin y al cabo, un servidor tiene cuarenta y cuatro años y a lo largo de ellos se ha tragado un sinnúmero de bodrios de todos los colores, formas y nacionalidades. Pero que historias como ésta se nos hagan pasar por parte de algunos medios de comunicación como la cumbre de lo «in», como una especie de diagnóstico revelador de las nuevas formas de familia y de los acelerados cambios que experimenta la sociedad española, es el colmo de los colmos. Se nos dice que Semen es una «comedia romántica» y se trazan entre ella y algunos hitos consagrados de la historia del cine paralelismos inverosímiles que le hacen sufrir a uno un súbito ataque de vergüenza ajena. En realidad, Semen tiene de «comedia romántica» lo mismo que yo de trapecista, por utilizar como término de comparación el de la profesión de la protagonista. En ella hay poco de romántico y casi nada de auténtica comedia; si se trata de precisar los géneros, creo que sería mucho más acertado subrayar el parecido del filme con la astracanada o el landismo, aquí revestidos de una modernidad tan superficial como insulsa.
Lo más irritante del caso no es que tales películas se produzcan, sino que participen en su producción los presupuestos públicos, a través de entidades como TVE, el ICAA o el Instituto de Crédito Oficial, todas las cuales aparecen con sus logotipos en los títulos de crédito iniciales. ¿Pero es que entre la plantilla de estas instituciones no hay lectores de guiones con dos dedos de frente? No me extraña que a la vista de semejantes historias algunos energúmenos echen espumarajos por la boca y saquen las patas del tiesto, acusando a la gente de la farándula, a la industria del entretenimiento y a las covachuelas del poder de las más variadas connivencias y conspiraciones. La verdad, a la luz de resultados como el presente, es como para pensar lo peor.
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