No tengo nada contra el cine español, ni contra la política de subvenciones, que siempre me ha parecido justa y necesaria, incluso cuando uno oye o lee denuncias sobre los abusos que al abrigo de tal iniciativa se practican (alguna prensa cavernícola ha hecho de este asunto uno de sus filones más productivos, tristemente a mi modo de ver). Si se subvencionan los museos, y los clubs de fútbol, y toda suerte de asociaciones presuntamente educativas y culturales, ¿por qué no el cine, que tantos buenos ratos nos ha hecho pasar a tanta gente?
Me gusta bastante menos que algunos miembros del gremio cinematográfico nacional utilicen el púlpito que el público les concede, gracias a su trayectoria profesional, para erigirse en portavoces de causas que poco o nada tienen que ver con el sueldo que indirectamente les pagamos los espectadores. Algunos creen que esta práctica está detrás de la creciente deserción de espectadores que sufren las películas españolas, aunque a mí tal explicación me parece simplista y más bien peregrina. Repito, eso de que los actores y artistas se apropien del papel de santones de la corrección política me parece un abuso, pero estoy dispuesto a tragármelo como tantos otros vicios contemporáneos, habida cuenta de que no son los únicos en proceder así (en este país nuestro cualquiera se atreve a opinar sobre los temas más abstrusos), y que la epidemia tiene visos de contagiarse rápidamente.
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