El espíritu de la Navidad está presente por todas partes en La cosecha de hielo, de Harold Ramis: en la puesta en escena, en la banda sonora, en mil y un detalles del argumento, hasta en la organización interna de la trama, que sitúa a los personajes en las últimas horas de una desapacible y antipática Nochebuena, en las calles frías y desoladas de Wichita, Kansas. De hecho, si el espectador se sienta en la butaca sin ningún conocimiento previo de la película y se deja guiar por los títulos de crédito iniciales, creerá que va a asistir a la proyección de la enésima versión del cuento de Navidad, tan caro a la tradición cinematográfica norteamericana.
En realidad, ese hipotético espectador inocente (¿existe tal especie?) no andaría muy desencaminado, pues La cosecha de hielo no es sino un cuento de Navidad, pasado, eso sí, por el filtro de una mirada sarcástica, amarga y juguetonamente perversa. Da igual que película comience a los sones de una almibarada versión inglesa de El tamborilero de Rafael (ante tan insólita presencia, seguro que muchos espectadores españoles habrán comenzado a oír el aleteo de la proverbial mosca detrás de la oreja), pues los rostros de los angelotes y los tópicos motivos navideños que acompañan a la música enseguida dan paso a un turbio panorama de hampones de medio pelo, mujeres fatales, sórdidos clubs de estriptis y una aguanieve inclemente y gélida que de forma muy eficaz da cuenta del clima moral –frío, insidioso y mezquino– de la historia.
Porque, en efecto, la Wichita que retrata el filme de Harold Ramis no puede hallarse más lejos de la convencional y navideña apariencia de la ciudad, con sus abetos, luces y fiestas, con sus inevitables declaraciones de amor y armonía universal. Bajo la máscara de los sólidos principios propios de la clase media americana y de los buenos deseos que constantemente intercambian los personajes, se ocultan la ambición, la mentira y una violencia descarnada. Ni siquiera la comicidad que recorre la cinta, hecha a partes iguales de cinismo, chapuza, casualidades y unos diálogos con frecuencia brillantísimos, sirve para enmascarar la realidad. En rigor, yo diría que el humor es en La cosecha de hielo poco más que una mueca, el único recurso que puede hacer digerible una historia de inapelable sordidez, el caramelo que recubre la cáscara amarga de una sociedad sin conciencia.
Es evidente que Harold Ramis se siente a sus anchas a la hora de levantar las faldas de los tópicos. Ya lo hizo en Atrapado en el tiempo, estupenda sátira de la cultura popular norteamericana, condenando a Bill Murray a un doméstico infierno en el festival del Día de la Marmota, y en Una terapia peligrosa, con sus risotadas a propósito de una tradición emblemática en el cine de Hollywood, la de las películas de mafiosos. De todas formas, si La cosecha de hielo arremete contra una tradición, se ve a obligada a insertarse en otra más reciente, aunque perfectamente reconocible, la de esas películas de gánsteres paradójicos, parlanchines y hasta filosóficos, de la que forman parte casi todas las obras de Tarantino, algunas de los hermanos Coen (hay más de un punto de contacto entre Fargo y el filme que ahora nos ocupa, aunque ciertamente el de Ramis no puede competir con el de los cineastas de Minnesota) y películas como Qué hacer en Denver cuando estás muerto o, sin ir más lejos, la muy reciente y divertidísima Kiss Kiss Bang Bang.
La trama de La cosecha de hielo no es, precisamente, un prodigio de inventiva, pues se trata de una versión más del tema del atraco perfecto, aunque en este caso el robo apenas si se muestra, y el interés de la historia se desplaza a las acciones de los ladrones durante las escasas horas que les quedan hasta tomar el avión que les aleje –se supone que para siempre– del escenario de sus fechorías. Para el protagonista, Charlie Arglist, un oscuro abogado de Wichita (interpretado por un John Cusack simplemente correcto) esas pocas horas dan de sí lo suficiente para meterse en toda clase de líos con su compinche Vic Cavanaugh (un Billy Bob Thornton que tampoco destaca por lo inspirado de su representación), con Renata, la dueña de un local de estriptis (la bellísima Connie Nielsen, aquí disfrazada de improbable Veronika Lake), con Pete Van Heuten, otro abogado crápula y desengañado (Oliver Platt, absolutamente genial), y con Bill Guerrard, el mafioso por antonomasia de Wichita (Randy Quaid, gigantesco en corpulencia e intensidad interpretativa). Lo que descubre el vagabundeo de Charlie por los tugurios y los locales elegantes de Wichita es una sociedad podrida de dinero, de ambiciones y falsas apariencias, a la que todo el mundo, en su fuero interno, desprecia o de la que quisiera escapar. Nada mejor que el juego de palabras recurrente que aparece en forma de grafiti en varios momentos de la cinta («As falls Wichita, so falls Wichita Falls»), como síntoma de la podredumbre moral de la ciudad y de sus habitantes.
Y lo cierto es que la imagen de la ciudad de Wichita (y del país entero) no puede salir peor parada. El único personaje que tiene valor para denunciar en voz alta esa sociedad corrompida y vacía (Pete, un abogado borracho como una cuba en todas y cada una de las secuencias en que interviene, representado por un Oliver Platt cuya interpretación, por sí sola, merece el precio que el espectador paga por la entrada) protagoniza una esperpéntica cena de Nochebuena que debería pasar a la historia del cine por la abrumadora mala leche que destila. Todas las injusticias, corrupciones y falsedades que carcomen a nuestras opulentas sociedades occidentales se entrevén en esa breve secuencia, durante la cual el abogado esgrime un muslo de pavo como arma insólita con la que defenderse de la frustración y la amargura que le roen las entrañas. Por muy bañada en alcohol que se encuentre, el espectador reconoce en la voz de Pete –»En este país ya no quedan hombres de verdad, sólo dinero y tías», afirma en determinado momento–, una requisitoria general contra un modo de vida deshumanizado e insoportable.
No obstante todo lo anterior, tras la apariencia descarnada e implacablemente sarcástica de La cosecha de hielo apunta un tono idealista, un anhelo de redención que se expresa tímidamente, casi acomplejadamente, a través de situaciones y personajes insólitos. Por ejemplo, con el barman y matón del club de estriptis, Sidney, cuya brutalidad esconde la obsesión de un padre afectuoso por acabar la jornada y llevar a sus hijos al parque de atracciones. O con el personaje de Pete Van Heuten (el mejor de la película, sin ninguna duda), cuya inesperada intervención en el desenlace –sólo diré que también inesperadamente optimista– deja abierta la posibilidad de que exista un sentimiento noble y sincero de amistad entre él y Charlie, y de que, finalmente, otra vida sea posible para ellos, más allá de sus trampas y mentiras.
Lástima que lo que podía haber sido una historia interesantísima se quede en una declaración de intenciones, pues el valor de la película en su conjunto se ve muy afectado por un comienzo vacilante, que tarda demasiado en meter al espectador en harina, por un argumento algo confuso (la oscuridad reinante en toda la historia llega a hacerse cargante) y por frecuentes caídas del ritmo narrativo. Con la excepción de las de Platt y Quaid, las interpretaciones son poco satisfactorias, especialmente la de Connie Nielsen, a quien el guión, el maquillaje y el vestuario se esfuerzan por hacer encajar en un papel de mujer fatal en el que no entra ni con calzador. Yo me confieso rendido admirador de la actriz danesa, que me parece una de las más hermosas que ha dado el cine de los últimos años, y una mujer dotada de una personalidad y una fuerza interior muy poco comunes, completamente desaprovechadas en un papel muy tópico –el de la aviesa y manipuladora Renata–, que probablemente ni ella misma se cree.
Con todo, La cosecha de hielo es una buena alternativa para quienes se vean urgidos a automedicarse a causa del empacho de dulces, golosinas, regalos y demás tópicos navideños. Aunque sólo sea por ver a Oliver Platt, cada vez más orondo y desatado, arrancando con los guantes puestos la pata del pavo de la mesa de sus suegros y comiéndosela a dos carrillos, habrá valido la pena.
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