El espíritu de la Navidad está presente por todas partes en La cosecha de hielo, de Harold Ramis: en la puesta en escena, en la banda sonora, en mil y un detalles del argumento, hasta en la organización interna de la trama, que sitúa a los personajes en las últimas horas de una desapacible y antipática Nochebuena, en las calles frías y desoladas de Wichita, Kansas. De hecho, si el espectador se sienta en la butaca sin ningún conocimiento previo de la película y se deja guiar por los títulos de crédito iniciales, creerá que va a asistir a la proyección de la enésima versión del cuento de Navidad, tan caro a la tradición cinematográfica norteamericana.
En realidad, ese hipotético espectador inocente (¿existe tal especie?) no andaría muy desencaminado, pues La cosecha de hielo no es sino un cuento de Navidad, pasado, eso sí, por el filtro de una mirada sarcástica, amarga y juguetonamente perversa. Da igual que película comience a los sones de una almibarada versión inglesa de El tamborilero de Rafael (ante tan insólita presencia, seguro que muchos espectadores españoles habrán comenzado a oír el aleteo de la proverbial mosca detrás de la oreja), pues los rostros de los angelotes y los tópicos motivos navideños que acompañan a la música enseguida dan paso a un turbio panorama de hampones de medio pelo, mujeres fatales, sórdidos clubs de estriptis y una aguanieve inclemente y gélida que de forma muy eficaz da cuenta del clima moral –frío, insidioso y mezquino– de la historia.
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