Todo en el King Kong de Peter Jackson es enorme, hiperbólico, hasta monstruoso de acuerdo con la primera acepción del término: el presupuesto, el metraje (ciento ochenta y tantos minutos de espectáculo permanente y atronador), la proliferación de trucajes digitales, la promoción comercial y la propia ambición del director, empeñado en plantar, uno tras otro, los hitos de una carrera dominada por el espíritu del desafío y por su condición visionaria.
No creo que sea casualidad, en este sentido, la caracterización con la que la película presenta a uno de sus personajes principales, motor y desencadenante de todo lo que en ella ocurre: el director de cine Carl Denham, interpretado aquí por un Jack Black muy inspirado, en cuya ambición, visión empresarial y capacidad de seducir al prójimo no es difícil reconocer los rasgos del propio Peter Jackson. El Carl Denham que hace lo que nadie más ha osado hacer, que encuentra oportunidades donde nadie ve sino riesgos, que se marcha hacia una isla ignota para el cine (y para el mundo) a filmar una película inconcebible, que rueda con medios precarios unas imágenes terribles, ¿no es acaso un alter ego, todo lo hiperbólico y desatado que se quiera, pero perfectamente reconocible, del director neozelandés?
Un director que, como ya hiciera con la trilogía de El señor de los anillos, vierte su devoción hacia un modelo venerado desde la infancia y adolescencia (en este caso, el filme de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, de 1933) en los moldes de un relato muy cercano al original, del que respeta casi todos sus aspectos fundamentales: argumento, estructura, personajes y ambientación. El King Kong de 2005 es algo así como una versión corregida y ampliada del de 1933, con menos poesía y más espectáculo, en el que la potencia sugeridora y misteriosa del relato primigenio ha sido sustituida por un verdadero paroxismo de imágenes y efectos digitales.
Y es que casi todo en este nuevo King Kong ha querido ser explícito y evidente, comenzando por la presentación del relato (en mi opinión lo mejor de la película), con unas imágenes de la Nueva York de 1933, sumida en las estrecheces y angustias de la Depresión, de enorme fuerza expresiva. Los planos encadenados que muestran la vida cotidiana de los desposeídos de la fortuna, y que permiten contextualizar la difícil supervivencia de la artista de vodevil Ann Darrow (una hermosísima Naomi Watts), son espléndidos. La reconstrucción de época, tanto en los planos más cercanos como en las panorámicas de la ciudad, es sencillamente asombrosa.
Aunque demasiado largo y tal vez poco consistente en su conjunto, tampoco carece de expresividad el episodio del viaje en barco hasta la Isla de la Calavera (Skull Island), que incorpora detalles de guión interesantes, como el hecho de que el capitán, por falta de camarotes, se vea obligado a alojar al escritor Jack Driscoll (Adrien Brody) en una de las jaulas previstas para los animales que se supone va a capturar. Ahí escribe Driscoll, de forma febril y atropellada, las sucesivas versiones del guión de la película que va urdiendo el tramposo Denham. Y sobre la cubierta del Venture, un carguero que parece haber salido directamente de las páginas de Stock de coque, tienen lugar algunos momentos muy sabrosos, como todos los que narran la relación entre el piloto Hayes y el grumete Jimmy, o las escenas en las que contemplamos cómo va progresando el inevitable romance entre la actriz y el guionista.
Hasta la llegada a la isla, el filme de Peter Jackson mantiene una cierta contención, un equilibrio que se rompe y se proyecta directamente hacia la hipérbole y la demasía, a partir del primer y sangriento encuentro con los indígenas. Hay que reconocer que todo este episodio central que transcurre en Skull Island, está presidido por un vibrante espíritu aventurero –hay personajes y acciones que recuerdan lo mejor de las películas de Tarzán y de Indiana Jones, y el terrorífico retrato de los indígenas de la isla tiene el aire pesadillesco de un relato de Poe o de Conrad (por cierto, el grumete del barco entretiene sus ocios con la lectura de El corazón de las tinieblas)–, pero al mismo tiempo se resiente por la acumulación de excesos, derivados del deseo de apabullar al espectador y dejarlo con la boca abierta. Aunque se podrían multiplicar los ejemplos de tal propósito, me limitaré a señalar tres: el primero es la estampida de los brontosaurios acosados por los velocirraptores, tan larga como de resultado increíble (¿cómo es posible que sólo haya cuatro muertos entre el grupo de hombres que corren, literalmente, entre las patas de los gigantescos lagartos?). El segundo es la secuencia en que Kong pelea contra tres tiranosaurios, que más parece una coreografía aérea, trazada por trapecistas de circo, que una lucha entre bestias salvajes de enorme peso y corpulencia. El tercero tiene lugar en una sima llena de insectos necrófagos, en la que se precipitan cuatro o cinco de los expedicionarios; aunque esta auténtica antología de lo repugnante no puede extrañar a ningún conocedor de la filmografía de Peter Jackson (recordemos esos monumentos del gore que son películas como Bad taste o Braindead), acaba también por saturar la capacidad de asombro del respetable.
En Skull Island tiene lugar el acontecimiento central de la historia, que no es otro que el encuentro entre Kong y Ann Darrow. Curiosamente, la relación entre ambos ha sido bastante transformada por Jackson con respecto a versiones anteriores, no sé si debido al afán por poner al día el mito de la bella y la bestia o como resultado de las inevitables concesiones al discurso de la corrección política. Sea como fuere, el director neozelandés sustituye los gritos horrorizados de Fay Wray del original de 1933 y los escarceos eróticos de la versión que John Guillermin rodó con la maravillosa Jessica Lange en 1976, por un enfoque significativamente distinto, en el que la mujer, una vez pasado el inevitable susto inicial, lleva la iniciativa. Así, Ann Darrow se vale de sus trucos y sus habilidades de artista de vodevil para encandilar al gorila. A las cucamonas y juegos malabares de la Darrow, Kong responde con empujones y carcajadas propios de un adolescente gamberro, aunque de buen corazón. No hay duda de que se trata de una secuencia arriesgada, porque en su deseo de “humanizar” al gorila sitúa la película al borde del ridículo. Y desde luego no se trata de un caso aislado o una inadvertencia, ya que esos juegos en la isla se verán reproducidos en la tercera parte de la historia, aunque en sentido inverso, durante la secuencia que narra el patinaje de Kong en el lago helado de Central Park, para deleite de una Ann Darrow que ya ha sido totalmente hechizada por Kong.
Estas simetrías y paralelismos no carecen de interés como recurso compositivo que sirve para dar unidad a la historia, tan determinada por su notoria estructura episódica. Podemos citar otros ejemplos de esta técnica, como la pelea del gran simio contra los murciélagos gigantes, que tiene su correlato neoyorkino en la secuencia en que Kong lucha, desde la cumbre del Empire State Building, contra los biplanos que lo ametrallan. O la indudable semejanza entre las que probablemente sean las dos mejores escenas de la película: por un lado, la del hercúleo Kong encaramado al pináculo del más famoso de los rascacielos de Nueva York, que contempla un rojo amanecer sobre la ciudad, quizás con la sospecha (desde luego con la certeza del espectador) de que se aproxima su final. Por otro, la escena que nos muestra al gorila, sentado al borde del precipicio, y rodeado por las osamentas de sus antepasados, que lo declaran como último superviviente de su especie, observando desde su atalaya isleña los últimos resplandores del sol poniente sobre sus dominios. El gesto de infinita tristeza de este monarca prehistórico, justo en la víspera de su definitiva desposesión del trono, encierra una desoladora melancolía, un terrible sentimiento de pérdida de la grandeza y la belleza.
La derrota de Kong, que coincide con el descubrimiento de la Isla de la Calavera, no sólo significa el fin de una especie, sino también la desaparición del misterio de los orígenes. La necesidad del hombre moderno por crear y dar rienda suelta a su talento, su orgullo por haber encontrado el último rincón inexplorado de la Tierra, son inseparables de su afán depredador, y de la arrogancia criminal de quienes creen que se puede domeñar a una fuerza de naturaleza encadenándola a unas cadenas de una “aleación irrompible” y exhibiéndola como atracción de una suntuosa barraca de feria. Peter Jackson ha mostrado muy certeramente esas coincidencias en la persona del astuto y manipulador Carl Denham, que a un tiempo encarna las virtudes del genio y sus más intolerables defectos. Como personaje cinematográfico, no hay duda de que Denham es el mejor de la película (bueno, después de Kong), y no me parece que sea mérito pequeño el que el director neozelandés haya sabido retratarlo sin convertirlo en un monstruo moral.
O tal vez sea porque no importa la catadura moral del descubridor de Kong, sino la fuerza e intensidad trágicas de la historia del mono gigante. El destino del gorila estaba escrito desde que la invención de las máquinas puso su remota isla al alcance de los barcos y de los aviones. Si no hubiera sido Denham el responsable de su captura y muerte, lo habría sido otro, probablemente tan ambicioso como él, y casi con seguridad mucho menos genial. Lo que ocurre es que a través de la historia el espectador acaba por olvidarse de Denham, o de Driscoll, o del capitán Englehorn del Venture (Thomas Kretschmann, a quien por una vez vemos en un papel diferente al de un oficial alemán, aunque tampoco ahora se haya desprendido de la gorra), y acaba por transferir todas sus emociones a la figura de Kong, que representa no sólo al dios caído, sino también al inocente sacrificado, víctima de las ambiciones de la sociedad moderna y de sus propias e imposibles pasiones. La compasión casi intolerable que provoca en los espectadores el sufrimiento del gorila, a lo largo de dos secuencias tan largas como crueles –su exhibición grotesca en el teatro de variedades y su demorado y prolijo ametrallamiento sobre la cumbre del Empire State– tiene ese carácter propiciatorio y catártico de las historias trágicas. Con toda esa emotividad a cuestas, que Peter Jackson ha sabido cultivar cuidadosamente, es fácil pasar por alto los fallos de la película, y dejarse llevar por el río torrencial de sus imágenes.
En resumen: una película ambiciosa y al mismo tiempo discutible, una historia que no carece de belleza ni de grandiosidad, del vuelo épico y de la emoción de los grandes relatos, aunque caiga continuamente en los vicios del subrayado y del énfasis. No es, desde luego, la maravilla que ponderan algunos entusiastas, pero tampoco el bodrio insoportable contra el que truenan determinadas voces, empeñadas en negar la evidencia de que sin obras como ésta el cine no podría sobrevivir a la competencia de las nuevas fórmulas de ocio, y dejaría de ser el gran espectáculo que a todos los aficionados nos cautivó cuando éramos mucho más jóvenes. Tal vez sea necesario que pasen unos cuantos años sobre el King Kong de Peter Jackson (y sobre la trilogía de los anillos, también) para que podamos confirmar un juicio definitivo sobre ellas. Y entretanto, qué diablos, por qué no arrellanarnos en la butaca con el cucurucho de palomitas, y disfrutar de los rugidos del monstruo más famoso de la historia del cine.
Abundan en la web las opiniones sobre la película, que cubren todo el espectro posible de valoraciones y análisis. Véanse, por ejemplo, las de M. Torreiro en El País, de Alberto Bermejo en El Mundo, de Julio Rodríguez Chico y Joaquín R. Fernández, estos dos últimos en La Butaca, de Red Stovall en Blogdecine y de Javier Marín en Crisei. Una amplia muestra de las reacciones del público puede leerse en FilmAffinity.
Eduardo dice
Ayer publicó El País un interesantísimo artículo de Gustavo Martín Garzo sobre la relación entre el gran mono y su imposible enamorada: «El regreso de King Kong». Merece la pena leerlo.