Todo en el King Kong de Peter Jackson es enorme, hiperbólico, hasta monstruoso de acuerdo con la primera acepción del término: el presupuesto, el metraje (ciento ochenta y tantos minutos de espectáculo permanente y atronador), la proliferación de trucajes digitales, la promoción comercial y la propia ambición del director, empeñado en plantar, uno tras otro, los hitos de una carrera dominada por el espíritu del desafío y por su condición visionaria.
No creo que sea casualidad, en este sentido, la caracterización con la que la película presenta a uno de sus personajes principales, motor y desencadenante de todo lo que en ella ocurre: el director de cine Carl Denham, interpretado aquí por un Jack Black muy inspirado, en cuya ambición, visión empresarial y capacidad de seducir al prójimo no es difícil reconocer los rasgos del propio Peter Jackson. El Carl Denham que hace lo que nadie más ha osado hacer, que encuentra oportunidades donde nadie ve sino riesgos, que se marcha hacia una isla ignota para el cine (y para el mundo) a filmar una película inconcebible, que rueda con medios precarios unas imágenes terribles, ¿no es acaso un alter ego, todo lo hiperbólico y desatado que se quiera, pero perfectamente reconocible, del director neozelandés?
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