Últimamente parece como si el cine español no fuera capaz de ingeniar una comedia sobre las relaciones de pareja sin acudir a un planteamiento que, a fuer de repetido, ha acabado por convertirse en un cómodo estereotipo, cuando no en una concesión a la corrección política: los hombres son irresponsables, indecisos y cantamañanas (o bien unos perfectos calzonazos), y las mujeres ejemplos indiscutibles de las virtudes de la sensatez y la responsabilidad.
Que el estereotipo tiene una parte considerable de verdad no puede negarlo nadie, sobre todo si, como es mi caso, ha tenido contacto directo con las aulas de Secundaria y Bachillerato, donde, por cada chico sensato y cabal, hay una docena de compañeras ejemplares. También es cierto que a la comedia le sientan bien los tópicos, y que de ellos se han nutrido siempre sus mejores hallazgos, lo cual no quita para que, de vez en cuando, sea bienvenido un cambio de aires.
Todo esto viene a cuento de la última película de David Trueba, Bienvenido a casa, que presenta la vida en pareja de dos jóvenes, Eva y Samuel, a partir del momento en que el muchacho decide dejar su casa y a su absorbente madre, y marchar a Madrid para vivir con Eva. En una revista escandalosa en la que consigue (por recomendación de su madre, claro), un puesto de fotógrafo, el protagonista hará peña con sus compañeros de redacción: un par de perpetuos adolescentes, alérgicos no ya al compromiso sino incluso a las normas de urbanidad, un crítico de cine ciego y solitario, una intrépida reportera que enseguida le echa los tejos, un cronista musical con familia a cuestas y algún notorio sinvergüenza. Con la excepción del cantautor frustrado, todos solteros, todos alérgicos al matrimonio, todos con un punto de cinismo más o menos consistente. Se comprende que, en semejante compañía, y tras la aparición en escena de Nieves, un amor infantil del protagonista, ahora convertida en stripper, la relación entre Samuel y Eva se resienta, y que al protagonista no le sea fácil volver a situarse en la vida cuando su novia le anuncia que está esperando un hijo.
En realidad, el argumento es mínimo, su desarrollo y desenlace son fáciles de imaginar (Samuel aprenderá a aceptar el compromiso derivado de la paternidad y tomará conciencia del valor de su relación con Eva), y además se trata de una historia que, con variantes más o menos identificables, ya hemos visto muchas otras veces en el cine español de los últimos años, pero lo cierto es que David Trueba la cuenta con gracia, ingenio y oportunidad, logrando así una película divertida, simpática, repleta de personajes espléndidos y situaciones magníficamente construidas, a la que sin embargo le chirrían algunos engranajes. Y le chirrían justamente por donde más le duele a este modesto espectador, por el personaje de Eva, a quien encarna Pilar López de Ayala. Ya sé que no es de recibo realizar tales declaraciones, pero con permiso de mi Pilar, a mí me chifla esta actriz madrileña desde que me la tropecé por primera vez en Besos para todos: una intérprete muy poco convencional, dotada de una belleza delicada, sutil, y dueña de una de las miradas más fascinantes del cine contemporáneo.
Por eso me produce una indisimulable irritación que el guión de Bienvenido a casa la haya convertido en una figura distante, en una especie de esfinge cuya perfección acaba por atragantarse. Vale que Eva sea un dechado de finura (toca la viola en la orquesta del Teatro Real y, por cierto, algunos de sus planos con la viola bajo la barbilla son de una hermosura apabullante), vale que sus modales, su dicción y todas sus frases sean exquisitas, que la cámara se demore apasionadamente en las curvas de sus brazos, de su cuello, de su espalda y de sus piernas, que su aire de mujer segura y juiciosa contraste agudamente con la burricie y la inconsciencia de los amigotes de su novio, todo eso está bien. Pero que Eva le ponga a Samuel de patitas en la calle cuando es claro y evidente hasta para Félix, el crítico de cine ciego (prodigioso Juan Echanove, en uno de sus mejores papeles) que el pasmado de Samuel está enamorado de ella como un becerro, eso ya me parece demasiado. Ninguna mujer mínimamente inteligente y perceptiva, y Eva es ambas cosas, haría eso, y menos cuando la loba de Sandra (Ariadna Gil, en un papel bastante repelente) le ronda al novio.
El acertadísmo tono de comedia que logra Bienvenido a casa en la mayor parte de sus secuencias se diluye en más de una ocasión cuando aparece la protagonista femenina. No hay duda de que el director ha exagerado deliberadamente los rasgos que hacen posible el contraste entre el mundo chocarrero y grotesco de los compañeros de trabajo de Samuel y la serenidad y el equilibrio de Eva. Y, sin embargo, también la perfección es cargante, y probablemente ajena a la complejidad del mundo real. Como personaje de comedia es mucho más eficaz cualquiera de los compañeros de Samuel en la redacción de la revista que su novia. Yo no los querría a mi lado en el trabajo, por supuesto que no, pero en la gran pantalla son geniales. En cambio, una mujer como Eva, que parece capaz de taladrar el cráneo de su novio con todas y cada una de sus miradas, que con la dulzura de cualquiera de sus gestos consigue desarmar las excusas más elaboradas, seguramente sería la compañera ideal del hombre indeciso y un poco tarambana, pero no deja de ser una excepción en el universo de la comedia, que siempre se ve obligado a coquetear con el caos y el desmadre.
Y que conste que todo lo que he dicho hasta aquí son pellizcos de monja, porque he de confesar que me lo pasé bomba con Bienvenido a casa, y que me reí a mandíbula batiente desde el principio hasta el final. Pocas comedias españolas he visto en los últimos años (sigo pensando que Tapas es superior a casi todas) que me hayan parecido tan acabadas, tan compactas, tan atinadas en todos los aspectos que suelen tenerse en cuenta al analizar una película: un ritmo muy de comedia elegante, ágil pero a la vez nada frenético, diálogos ingeniosos e inspirados (el David Trueba novelista tenía que brillar en una película que él mismo escribe y dirige, aunque en algún momento se deje arrastrar por la tentación de discursos excesivamente literarios), una puesta en escena funcional pero al mismo tiempo muy lograda y un cuadro de personajes realmente brillante, que a mi modo de ver constituye lo mejor de la película.
Habría que ponderar la sabiduría y el saber estar de Juan Echanove, que borda el papel de Félix, el crítico de cine ciego, con una actuación llena de humanidad y gracia, que se mueve en esa zona, siempre tan difícil para un actor, limítrofe entre lo humorístico y lo patético. Y habría también que poner de relieve la retranca con que se presenta Julián Villagrán, en su papel de Contra, el eterno revolucionario de boquilla, a quien el espectador no sabe muy bien si adorar o aborrecer. Habría que escribir mucho y bien de Javivi Gil Valle, que hace de Mariano, el crítico musical, un ejemplo entrañable de un hombre entregado a su familia, al mismo tiempo feliz y superado por los acontecimientos. Y habría que insistir, cómo no, en lo acertado de las breves intervenciones de Concha Velasco (la madre de Samuel), capaz de ponerse el mundo por montera con dos frases y un par de zancadas.
Sin embargo, se me permitirá que vuelva a hacer un alarde de subjetividad y ponga por las nubes a un actor que probablemente tiene la peor articulación de la historia del cine español e incluso mundial. Un actor que no es especialmente bueno, ni alto, ni guapo, que ya no es el galán que fue, ni tampoco el enorme actor de carácter que a buen seguro será dentro de diez o quince años, pero que no tiene rival en la cinematografía española (bueno, tal vez Resines, tantas veces colega en la gran pantalla, aunque ya se va haciendo mayor para según qué papeles). Me refiero a Jorge Sanz, cuya actuación, casi siempre al borde de la hipérbole y de la autoparodia, es sencillamente prodigiosa. En su papel de Lucas, el periodista deportivo que abomina del deporte (al menos hasta que follar sea una modalidad deportiva, como él dice) y se enorgullece de no haber leído nunca un libro, ligón impenitente, caradura redomado e inevitablemente simpático, Jorge Sanz se muestra a sus anchas, con una seguridad y un dominio abrumadores de todos los registros de la comedia. Un gesto tan sencillo y tan en apariencia banal como el que exhibe Lucas cuando se empina sobre sus talones para darle un beso a su última novia (una karateka rumana, creo, que le saca la cabeza, y que se despide de él dándole una paliza), mientras se engalla como un pavo ante los amigotes, no tiene desperdicio.
Al lado de Echanove, de Sanz, o incluso de Villagrán, los actores protagonistas quedan un poco sosos, la verdad. No es que Alejo Sauras (Samuel) lo haga mal, pero es que su personaje no es ni la mitad de lucido que los de sus compañeros de redacción. Y sobre la actuación de Pilar López de Ayala, qué voy a decir: atraviesa la pantalla con su mirada, con un simple fruncido de los labios o de las cejas, pero le deja a uno insatisfecho, dolorido de esperar una actitud, una revelación, un algo que finalmente no se produce.
Creo que esa era, poco más o menos, la definición que Borges daba del hecho estético, y Borges sabía un rato largo del arte y sus efectos. A lo mejor la de Pilar López de Ayala es una interpretación sublime, y yo no he sabido apreciarla. O a lo mejor el director quería que el personaje de Eva fuera exactamente como lo ha representado la protagonista de Bienvenido a casa, con un lado inalcanzable y secreto que es el ingrediente principal de su fascinante atractivo. Me queda alguna duda, en todo caso, pero también una cómoda seguridad: la de que este cuarto largometraje de David Trueba va a ser uno de los mejores del año.
[…] Siendo, como es, una película de mujeres, en la que los hombres desempeñan un papel secundario, el filme de Andreas Dresen no cae en esa tendencia un tanto bobalicona y maniquea de tantas películas recientes (algo de eso traté en mi reseña de Bienvenido a casa), que consiste en atribuir al sexo femenino todas las perfecciones y pintar a los hombres como imbéciles o inútiles. Es verdad que las protagonistas de Verano en Berlín están esencialmente solas frente a hombres que las maltratan, que abusan de ellas o que las ignoran, y es verdad también que algunos personajes masculinos (como Ronald o Roland, el camionero mentiroso y polígamo que vive a costa de Nike, un personaje magníficamente trazado, con una caradura impresionante, una parquedad de palabras interesada y unos modismos irritantes) constituyen un acabado ejemplo del macho parasitario y mendaz de los tópicos. Sin embargo, ni la atribulada Katrin ni la más enérgica Nike tienen nada que ver con la imagen de la superwoman liberada y eficaz; las dos son mujeres muy normales, con algunas virtudes y bastantes defectos, cuya dependencia afectiva de sus parejas masculinas está expresada con una franqueza absolutamente desconcertante en estos tiempos de lenguaje políticamente correcto. Así, cuando Katrin se extraña de que Nike siga al lado de un tipo tan poco recomendable como Ronald, su amiga le contesta: “es que me atrae por su virilidad”. […]