
No sé si ha sido consecuencia de las encendidas polémicas en las que he participado en los últimas fechas, pero lo cierto es que me he sentado ante el editor de La Bitácora del Tigre con el ánimo guerrero. Me he acordado de que en los últimos días había estado oyendo los cuatro discos de The Longest Day. The Ultimate World War Movie Theme Collection, y me he dicho: «qué mejor oportunidad para ilustrar tan incruenta batalla que algún tema de este magnífico disco cuádruple, dedicado a las películas de guerra».
El problema ha sido escoger la pista, porque sobran los temas de bandas sonoras inolvidables en esta notabilísima producción de la Silva Screen Records, del año 2004. Durante mucho rato he estado dudando entre el emotivo «Hymn To The Fallen», del Saving Private Ryan de John Williams, la alegre «Marcha» de The Dambusters, de Eric Coates, la esplendorosa suite de The Guns of Navarone, de Dimiti Tiomkin, los compases aguerridos y viriles de la versión coral de la marcha de The Longest Day, de Maurice Jarre y Paul Anka, y una de mis debilidades musicales de siempre: el irónico y celebérrimo tema principal de esa maravilla de la música para películas bélicas que es la banda sonora de The Great Escape, de Elmer Bernstein.
Al final he decidido tirar por la calle de en medio y escoger una pista breve y no tan conocida: el tema principal de 633 Squadron, película dirigida en 1964 por Walter Grauman, cuya banda sonora se debe a Ron Goodwin. Es una película que a los aficionados a la aviación militar nos gusta mucho, entre otras razones porque su argumento gira en torno a uno de los aviones más fascinantes de la historia, el De Havilland Mosquito, «la maravilla de madera», un bombardero bimotor tan ágil como cualquier caza de la Segunda Guerra Mundial y más rápido y resistente en el combate que la mayoría de ellos.
Hace poco que volví a ver la película en DVD y, bueno, hay que hacer de tripas corazón con muchos de sus planos, que hoy sonrojarían de vergüenza a cualquier alumno de primer curso en una factoría de trucajes digitales. Sin embargo, cuando uno oye la música y cierra los ojos, no cuesta nada imaginarse en la carlinga de un Mosquito, en pleno dogfight, haciendo tabletear las ametralladoras (así suenan los metales de la partitura de Goodwin), envuelto en una cascada de espirales, trompos y barrenas (que son como esas escalas con que el arpa, la cuerda y las flautas completan el fraseo de las trompetas), luchando por escapar a todo gas de los cazas alemanes y del petardeo de las defensas antiaéreas.
Es música para vibrar en la butaca de un cine parroquial o de barrio, a los quince años, una edad en la que las batallas aéreas de la Segunda Guerra Mundial tienen todavía un halo deportivo y heroico que más tarde hemos aprendido a esconder bajo la alfombra de la corrección política. Parafraseando al personaje de Jim en El imperio del sol, extasiado ante una pareja de P-51 Mustang, en vuelo sobre el campo de concentración, a mí también me gustaría contemplar una formación de veloces Mosquitos y gritar, con los brazos bien abiertos, «¡el Ferrari de los cielos!».
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