Del prolífico compositor británico John Barry se podría decir, y no es pequeño elogio, que con sus bandas sonoras ha hecho buenas, incluso memorables, a bastantes películas que si no fuera por su música difícilmente hubieran pasado a la historia del cine. Seguramente no es ése el caso del filme en el que aparece este tema, «Fun City», de Cowboy de medianoche, de John Schlesinger (1969), una película triste y amarga, que nos impresionó mucho a Pilar y a mí cuando la vimos, hace ya una porrada de años.
Creo que desde entonces no he vuelto a ver completa la película de Schlesinger, pero he escuchado multitud de veces su banda sonora, y en particular este tema, con su obsesivo tono jazzístico, presente en la pulsación regular de un contrabajo que se le mete a uno en el estómago, como si fuera la enfermedad que le corroía los pulmones a Rizzo (Dustin Hoffman), con su lirismo bellísimo y amargo (qué melodía la que interpretan las cuerdas, tan característica de la vena romántica de John Barry), con las veloces notas de un piano cuyas promesas de alegría y optimismo se presumen tan falsas como las ilusiones del tejano Joe Buck (John Voight), que en su villorrio tejano pensaba que las mujeres neoyorkinas se derretirían de pasión con sólo ver su sombrero y sus botas vaqueras.
«Fun City» es un ejemplo soberbio de música para cine: un tema evocador, melancólico y sutil, con la mezcla perfecta de modernidad y clasicismo, perfectamente adaptado para ilustrar una historia como la que cuenta Cowboy de medianoche, historia de perdedores, de antros donde se escapan a chorro las ilusiones de la juventud, de calles frías, desoladas y feroces.
Le tengo, además, particular cariño al disco del que forma parte el tema, The Film Music Of John Barry, un CD que adquirí en una tienda de discos de Monzón (Huesca), allá por el curso 1990-91, con uno de los primeros sueldos que gané como profesor agregado de Bachillerato, pues así se nos llamaba entonces. No sé qué habrá sido de aquella tienda, es posible que haya cerrado, víctima, como tantas otras, de la piratería, las grandes superficies y las descargas por la Red, pero recuerdo perfectamente que en ella compré muchos discos: jazz, música clásica, pop, cantautores franceses, bandas sonoras… Todos ellos los oí muchísimas veces (vivía en un piso alquilado, que no tenía tele ni calefacción), mientras corregía exámenes y preparaba clases. Solo en la habitación, al lado de un pequeño radiador eléctrico, seguro que más de una tarde me puse melancólico, intentando trazar algún imposible paralelismo entre la historia de Rizzo y Joe Buck y la mía.
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