En la reseña de su segunda novela anuncié mi propósito de dar cuenta de toda la serie policíaca de John Connolly, formada por Todo lo que muere, Perfil asesino, El poder de las tinieblas y El camino blanco. También señalé entonces que tal vez tendría que recurrir a comprar sus dos primeras novelas por Internet, porque no las encontraba en las librerías de Pamplona.
Era un temor infundado, porque el 3 de julio conseguí los dos libros que me faltaban. Saltándome el orden que había fijado en mi particular lectura inversa de la serie, decidí leer en primer lugar Todo lo que muere, no sólo porque, según unos cuantos comentaristas, es una de las mejores, sino sobre todo porque en ella se configuran todos los rasgos constitutivos del mundo hiperviolento y obsesivo de su protagonista, el investigador y ex policía Charlie Parker.
Me hacía falta saber más de los cómos y los porqués de este personaje, cuya capacidad para conectar con el mundo de los muertos, cuyas amistades tan fieles y tan poco recomendables (me refiero, claro está, a Ángel y a Louis, sus ayudantes), cuya moral al margen de la piedad y paradójicamente anhelante de redención y consuelo, se presentan al lector como enigmas que reclaman a gritos una justificación, y de forma muy particular si, como es mi caso, ha leído las novelas en orden inverso de publicación.
Todo lo que muere explica perfectamente la atormentada personalidad de Charlie Parker, víctima de sus demonios interiores –unos antecedentes familiares teñidos de sangre a causa de la inexplicable actuación violenta de su padre, también policía, el alcoholismo al que le arroja su creciente incapacidad para conciliar la vida familiar con los conflictos derivados de la profesión policial– pero sobre todo víctima de la vesania de un asesino en serie, el Viajante, cuya primera intervención en la novela (no en su historial criminal, teñido ya mucho antes de la sangre de horrendos crímenes) consiste en el asesinato, mutilación y despellejamiento ritual de la esposa y la hija del protagonista.
Tras una lenta y dolorosa recuperación provocada por el traumático descubrimiento de los cadáveres de Susan y Jennifer, Parker abandona la policía y, en funciones de investigador privado, acepta un caso que cree relacionado con el esquivo asesino en serie que acabó con su familia. Su afán al ocuparse de la desaparición de Catherine Demeter es en última instancia la venganza, pero también la esperanza (que, muy a menudo, sólo arroja fugaces destellos en medio de la más profunda oscuridad) de que el éxito de la persecución sirva para ayudar a los inocentes, para librar al mundo de una serie de psicópatas criminales que encuentra a lo largo de sus investigaciones: en primer lugar, y por delante de todos los demás, el Viajante, con sus salvajes, minuciosos y deshumanizados rituales, pero también personajes como la asesina Adelaida Modine, perversa experta en cambios de identidad, como el implacable sicario Bobby Sciorra, o como Joe Bones, un capo mestizo, repudiado por todas las razas y por ello mismo enemigo declarado de toda forma de humanidad.
Es llamativo el concepto de la mentalidad criminal que sustenta esta novela (y yo diría que todas las de John Connolly, o al menos las tres que he leído hasta la fecha): los verdaderos criminales, las mentes perversas que interesan a su autor y que protagonizan sus novelas, no son producto de las circunstancias sociales, incluso aun cuando éstas hayan influido para configurar aquéllas, sino de una disposición personal, de un fanatismo radical, de un genio maligno que les arrebata su humanidad y les sitúa en un ámbito de lo inhumano (o, como reivindican para sí algunos criminales, por ejemplo el Viajante, sobrehumano). La violencia extrema que el protagonista y sus ayudantes ejercen contra ellos (hay algunos episodios en Todo lo que muere que parecen sacados de una novela bélica) se explica como consecuencia de un estado de necesidad moral, de una especie de guerra total contra lo inhumano que, con todas las salvedades que quieran hacerse, me recuerda mucho a las justificaciones que esgrimieron los americanos e ingleses para dar cuenta de algunas acciones especialmente cruentas contra Alemania o Japón, en la Segunda Guerra Mundial
No es éste el espacio adecuado para abrir un debate sobre el valor ético de las actuaciones de Charlie Parker, o sobre la ejemplaridad de sus novelas (yo, en cualquier caso, no las recomendaría a mis alumnos de Instituto). Sin embargo, sí me gustaría señalar que, al menos desde el interior de los planteamientos narrativos que sostienen la trama, la violencia que ejercen el protagonista y sus aliados o sus ayudantes contra los criminales tiene muy poco de gratuita. El terrible espectáculo de sangre, tormentos y muerte que recorre Todo lo que muere desde la primera hasta la última página existe, sí, y su importancia en la trama es innegable, pero no puede despreciarse con un gesto de suficiencia moralizadora o con una identificación apresurada con los mecanismos del gore.
Por el contrario, en Todo lo que muere hay toda una antropología, me atrevería a decir que hasta una teología, de la violencia. Para Charlie Parker (¿también para John Connolly?), la violencia es un rasgo consustancial de la especie humana, una propensión que afecta a ciertas personas, algunas de las cuales consiguen controlarla o reducirla a episodios aislados (sería el caso del protagonista, siempre temeroso, empero, de ceder ante la tentación de episodios de furia homicida a los que le empuja su carácter, como, por ejemplo, el estremecedor y magníficamente narrado caso de la captura, interrogatorio y muerte de Johnny Friday, un proxeneta y asesino de niños, que se cuenta en las páginas 131-134), mientras que para otras se convierte en la esencia paradójica e inhumana de la vida, en el fluido vital que alimenta y nutre todos sus actos.
Todo lo que muere afirma explícitamente la relación de estos personajes a los que acabo de referirme con una visión de la naturaleza del ser humano de estirpe nítidamente religiosa: ellos son el Mal, la encarnación de una entidad maligna, demoníaca, que no por serlo deja de ser humana al mismo tiempo. La lucha del protagonista contra los malvados adquiere, pues, resonancias religiosas: es la lucha de un ángel justiciero que se enfrenta a los demonios, incluso aunque Charlie Parker tenga poco que compartir con la tradicional imagen angélica, dada su propensión a la violencia, su moral extremista y vengativa, su capacidad para aliarse con los malvados si con ello es capaz de vencer a otros seres más perversos y crueles. Como ya señalé en mi reseña de Perfil asesino, en este combate hay ecos de una religiosidad vengativa y estricta: no, por supuesto, la del cristianismo ortodoxo, sino más bien la del espíritu vindicativo y mesiánico del judaísmo y del Antiguo Testamento, con su obsesión justiciera y redentora (por ejemplo, en Perfil asesino hay un personaje interesantísimo, el de un mafioso que pretende salvarse con un acto de piedad que le redima de toda una vida entregada al crimen) y su estricta reclamación del ojo por ojo y el diente por diente.
La lucha contra los demonios no es sólo una analogía retórica, ni tampoco un mero instrumento de análisis, pues es un concepto que se encuentra en el interior de la novela, llena de referencias teológicas, de discursos morales, de consideraciones (que hasta los propios asesinos realizan, de forma explícita, y no sólo a través de sus crímenes), sobre las ideas y pensamientos que dan como resultado los inhumanos personajes contra los que se enfrenta el protagonista. Entre ellos descuella por sus horrendos méritos ese personaje nebuloso y al mismo tiempo omnipresente que es el Viajante, un hombre, por supuesto, pero también otra cosa diferente, una especie de encarnación de lo diabólico, cuya crueldad y falta absoluta de compasión nos recuerda ese nihilismo atroz, mezclado con el extravío de la conciencia de superioridad y de las facultades creativas y volitivas, que ha dado a lo largo de la historia tantos ejemplos de asesinos y de tiranos, y a la literatura y al cine tantos casos, más o menos logrados de serial killers. Frente al Viajante y a sus émulos, Charlie Parker se sitúa como un hombre abatido pero no totalmente derrotado, como un ángel caído que anhela levantarse del barro y redimir con la derrota de los demonios su propia propensión a la maldad.
Uno de los aspectos más interesantes de Todo lo que muere, ya en el terreno del análisis de los mecanismos narrativos, es la técnica que utiliza John Connolly para desarrollar la personalidad del protagonista (y también las de sus ayudantes Louis y Ángel). En efecto, Charlie Parker no aparece desde el principio como un personaje plenamente constituido. Su historia personal, sus antecedentes familiares, los episodios clave de su juventud y madurez se presentan de forma fragmentaria, intercalados en el desarrollo de sus investigaciones. En algún momento el lector puede perderse o tener la sensación de que la integración no está del todo lograda, pero en general John Connolly se muestra como un novelista de gran habilidad y capacidad de convicción, sobre todo en aquellos episodios más oscuros y dramáticos de la vida personal y familiar del protagonista.
Me queda alguna duda, sin embargo, respecto a la configuración de la trama, que, a poco que uno analice en detalle, observa dividida en dos partes perfectamente distinguibles: por un lado, la investigación de la desaparición de Catherine Demeter en Nueva York y Virginia, la cual ocupa las primeras 226 páginas (primera y segunda partes); por otra, la búsqueda del Viajante en la atmósfera sofocante de Nueva Orléans y los pantanos de Louissiana (claros antecedentes de los escenarios de El camino blanco), que se desarrolla en la tercera y cuarta partes de la novela. No se le puede reprochar a Connolly, antes al contrario, que haya sido descuidado con la configuración interna de la trama, pues existen numerosos e importantes elementos de engarce (entre ellos la actividad del Viajante) entre esas dos partes que yo he señalado, lo cual no impide que, a mi modo de ver, puedan ser consideradas como dos novelas independientes, unidas por nexos quizá menos consistentes de lo que sería conveniente para otorgar a la novela una sensación definitiva de compacidad y unidad.
En cualquier caso, y analizada desde la perspectiva del género al que pertenece, no me cabe la menor duda de que Todo lo que muere es una novela policíaca singularmente vigorosa y enérgica, probablemente la más intensa y poderosa de todas las que he leído de su autor hasta la fecha. Los elementos puramente policíacos del argumento, como las sucesivas investigaciones que avanzan a trancas y barrancas, con pasos en falso y vueltas atrás, la estupenda sorpresa que supone la revelación de la identidad del Viajante, los detalles de la feroz competencia entre cuerpos policiales, la importancia de las técnicas forenses y los perfiles psicológicos utilizados para identificar a los criminales en serie (que provocan la aparición en la novela del personaje de Rachel Wolfe, quien con el tiempo y posteriores novelas se convertirá en la segunda esposa de Parker), son apasionantes, y están narrados con una singular verosimilitud, que no he visto en otras novelas a pesar de sus enciclopédicas listas de agradecimientos y sus despliegues aplastantes de erudición.
También son muy efectivos los amplios mosaicos sociales e históricos que traza John Connolly para situar a las bandas del crimen organizado de Nueva York y Nueva Orléans y a sus principales capos en el contexto que les corresponde. Ver cómo Charlie Parker se infiltra por entre sus recovecos y utiliza sus rivalidades e intereses cruzados para lograr sus propios fines es todo un espectáculo de la narrativa policíaca, por mucho que el lector albergue la sospecha de que difícilmente organizaciones clandestinas tolerarían semejante interferencia, incluso aunque Parker mostrara de antemano la tarjeta de presentación que le brindan elementos con un pasado (y presente) criminal tan conspicuo como Louis y Ángel.
Pero donde el talento como narrador de John Connolly brilla sobremanera es en la narración de los abundantes episodios de violencia que atraviesan las páginas de la novela con la misma velocidad y energía de boca que las de las municiones blindadas de un revólver Mágnum de cañón largo. La plasticidad, la energía, la descarnada y crudísima eficacia que el escritor irlandés logra en estos momentos constituyen un logro novelístico indudable. Seguramente este argumento no convencerá a los moralistas de toda laya que siempre están dispuestos a interceptar las buenas emociones literarias con pellizcos de monja, pero a mí me basta para considerar Todo lo que muere como una brillantísima novela policíaca. A mi modo de ver, la mejor del autor hasta la fecha.
John Connolly, Todo lo que muere, Barcelona, Tusquets Editores (Col. «Andanzas», 531), 2004, 432 páginas.
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