Una de las secretas aficiones que he venido cultivando a lo largo de los años es la de aprovechar las vacaciones veraniegas (como las de este año, en la Playa de la Barrosa de Chiclana de la Frontera, cuyas dunas aparecen en la imagen que ilustra este artículo), para conocer las salas de cine de otras ciudades. Claro está que con la proliferación de centros comerciales y cadenas de multicines, todos ellos más o menos cortados por mismo patrón, ya apenas se encuentran las sorpresas con que mi hermano y yo solíamos toparnos en nuestras vacaciones familiares de verano: salas con butacas decrépitas o inexistentes (sustituidas por bancos, sillas de tijera e incluso asientos que los propios usuarios llevaban consigo), cines al aire libre asaltados por los mosquitos, las tormentas de la estación o, a veces, la barahúnda de alguna fiesta cercana, espacios de fortuna que se montaban apenas con un patio, una pared encalada, un proyector y un par de altavoces de saldo.
Con todo, algo queda de aquellos espectáculos populares y bastante caóticos que a mí tanto me gustaban de nuestros inacabables veranos familiares en Laredo, Salou, Piles o Cambrils. El pasado viernes fui con Pilar a los Multicines Las Salinas, de Chiclana, a la sesión de las 10,35. Nos costó llegar, porque nos perdimos dos veces por las carreteras de conexión, pero al final lo encontramos. Lo primero que me llamó la atención fue la composición y actitud del público: jovencísimo, bullanguero y feliz, desde luego nada parecido a las circunspectas y rígidas audiencias que suelen darse cita en los cines pamploneses que yo frecuento. Por allí se veían parejas de novios (ellos, tatuados, ellas, ombligo al aire, con los inevitables piercings en orejas, labios y ombligos), grupos juveniles y hasta familias enteras, abuela y nietos incluidos. Me sorprendió sobremanera la presencia de niños muy chicos (como dicen los gaditanos), en la sesión nocturna, y la informalidad del público, nada partidario de ocupar el asiento antes del inicio de la película.
No sé cuántas veces tuvimos que levantarnos Pilar y yo de nuestras butacas, pero no nos importó gran cosa, porque el ambiente tenía su puntito. En Pamplona yo hubiera respondido con un bufido o una imprecación ante tanto movimiento, pero en Chiclana era otra cosa… De haber sabido los pasos, me hubiera arrancado por sevillanas ante el enésimo sube y baja de mis compañeros de filla, y seguro que me hubieran aplaudido. En cualquier caso, al poco de comenzada la película –La sombra de la sospecha, un thriller dirigido por el director norteamericano Clark Johnson a mayor gloria de su productor e intérprete principal, Michael Douglas-, los asistentes cesaron en el barullo y comenzaron a observar la conducta que se espera de quienes acuden a una proyección cinematográfica.
Es verdad que la pareja que tenía a mi lado estuvo pegándose el lote todo el rato (el brazo desnudo de la chica de mi derecha rozaba mi antebrazo con insistencia digna de mejor causa), pero no es ésa una circunstancia que consiga conmoverme, a mi edad y condición. Además, la película de Clark Johnson es entretenida, absorbente en algunos momentos, y por tanto no permite que el espectador se distraiga con lo que ocurre en los asientos cercanos. El guión no es una pieza demasiado ingeniosa, desde luego, y los elementos que lo configuran ya los hemos visto mil veces (y seguro que los volveremos a ver otras mil), pero la película funciona en líneas generales, y consigue su propósito, que no es otro que mantener al respetable pegado a la butaca y disfrutando de la historia.
El argumento de La sombra de la sospecha parte de una situación de probada eficacia narrativa en el género del thriller: la conspiración. En el caso que nos ocupa, una conspiración en el seno del Servicio Secreto norteamericano, que trama el asesinato del Presidente de los Estados Unidos). Uno de los agentes encargados del caso (Michael Douglas, cómo no), que mantiene un más que improbable affaire amoroso con la Primera Dama (espléndida Kim Basinger, a pesar de que le toca en suerte un papel demasiado episódico, de menos lucimiento que el que hubiéramos preferido muchos espectadores), aparece implicado en la trama, gracias a la habilidad de los conspiradores para sacar partido de su irregular relación amorosa.
A partir de semejante presentación, no parece demasiado difícil resumir el esquema narrativo básico, que gira en torno al motivo del falso culpable perseguido por la típica pareja de sabuesos implacables (excelente, como casi siempre, Kiefer Sutherland, cuya habilidad se complementa con la intuición de una agente guapa y lista, a quien presta su exótico y rotundo físico Eva Longoria), que tienen que esforzarse para encontrar a los conspiradores en un breve plazo de tiempo. Complétese el esquema con otros ingredientes de rigor -intervención de agentes de servicios de inteligencia extranjeros, persecuciones, tiroteos, investigaciones de pistas y la consabida sorpresa del final, relacionada con la verdadera identidad del «topo» infiltrado en el Servicio Secreto- y se tendrá una visión bastante ajustada de lo que cabe esperar de esta película.
Y no lo digo en tono irónico, muy al contrario. Lo bueno de La sombra de la sospecha es que sigue, casi al pie de la letra, los estilemas de los thrillers conspiratorios que transcurren en las esferas del poder. Los espectadores aficionados al género, tan pródigo en efectismos y trucos, harán bien en disfrutar de los vaivenes de la trama, de las angustias del perseguido, de sus técnicas y habilidades para escurrirse de entre las garras de sus perseguidores, sin pedirle a la película honduras psicológicas o sutilezas ideológicas, que, con toda evidencia, no están dentro de sus propósitos.
Ahora bien, hay aspectos llamativos, y a mi modo de ver nada inocentes, dentro del discurso ideológico del filme. En ningún momento se señala cuál es la verdadera razón de que los conspiradores quieran la muerte del presidente norteamericano, y tampoco está muy claro si sus enemigos están dentro o fuera de los Estados Unidos. Ahora bien, que se mencione, aunque sea muy de pasada, el proyecto del mandatario de ratificar el Protocolo de Kyoto, parece todo menos una coincidencia. ¿Un discurso progresista para una película tan convencional? Bueno, cosas más raras hemos visto.
La sombra de la sospecha no es único thriller de entre los que he visto últimamente que se dedica a echar golosos cebos (en más de un sentido de la expresión) al espectador. Ya de vuelta de las vacaciones por tierras gaditanas, en uno de los cines de Pamplona a los que solemos ir (tan serios como siempre, aunque más acogedores de lo habitual, porque con el calorazo que hacía fuera se agradecía muy mucho el aire acondicionado), asistimos a la proyección de El secreto de Anthony Zimmer, de Jérôme Salle, una película francesa de la que había visto un trailer muy apetecible y un par de buenas críticas. Reconozco que el primero me impactó mucho más que las segundas, porque en él aparecía una bellísima y seductora Sophie Marceau.
Una vez vista la película, tengo que decir que mis expectativas no se han visto defraudadas en absoluto. La actriz francesa nunca ha estado más hermosa y fascinante que en su papel de Chiara, protagonista de esta historia de identidades falsas, que utiliza descaradamente el tópico de la femme fatale para su propio beneficio y, por supuesto, para confundir al espectador sobre los secretos que esconde la trama. Desde la secuencia inicial de la película -bastante enigmática, con la cámara a la altura de las piernas, que sigue a una mujer mientras baja del coche y sube unas escaleras- el espectador adivina que las torneadas pantorrillas y los elegantísimos zapatos de tacón que las separan del suelo (ya sé, ya sé que me estoy poniendo fetichista) sólo pueden pertenecer a una mujer muy singular.
Mucho más singular, desde luego, que el protagonista masculino de la historia, François Taillandier, un hombre común y corriente, más bien triste y apagado, con cara de no haber roto nunca un plato (Yvan Attal, que interpreta muy bien su papel, aunque al lado de la Marceau es casi imposible destacar), a quien Chiara escoge en un vagón del TGV, aparentemente al azar, para que los perseguidores de Anthony Zimmer (un delincuente muy hábil, a quien acosa la policía y algunos ex-compinches sumamente peligrosos) lo confundan con este último. El resultado de esta ingeniosa estratagema provoca una peliaguda confusión de identidades y desata una persecución muy semejante a la de La sombra de la sospecha: Taillandier, abandonado por Chiara, se ve obligado a huir, valiéndose de mil y una estratagemas, en su caso de unos sórdidos criminales que desean a toda costa que Anthony Zimmer no sea atrapado por la policía y confiese todo lo que sabe sobre sus manejos.
No le será difícil al espectador adivinar qué es lo que se esconde en la selección del tímido y deslumbrado François por parte de una Chiara que evidentemente no es quien dice ser, a pesar de lo cual se mueve por entre los hoteles de la Costa Azul francesa (me pareció identificar algún plano de la Promenade des Anglais, en Niza, por donde paseamos Pilar y yo el 12 de julio del año pasado) como una mujer de mundo, sofisticada e inalcanzable. Tampoco es imposible presentir cómo termina la relación entre dos personas tan diferentes, sobre todo cuando el espectador comienza a comprobar que Taillandier sale airoso de situaciones bien comprometidas y muestra habilidades que difícilmente podrían estar al alcance del hombre oscuro y sin relieve a quien Chiara había querido hacer pasar por Zimmer.
Se adivine o no el final, lo cierto es que la trama de El secreto de Anthony Zimmer está muy bien urdida, y que el desenlace queda bien resuelto, aunque con algún punto de cierta inverosimilitud al que, naturalmente, uno está dispuesto a conceder el beneficio de la duda. Cómo no concedérselo, cuando la película tiene escenas tan evocadoras, tan imposiblemente románticas, como la de la cena en la terraza con vistas al mar de un hotel de lujo, en Niza, con un François rendido a los encantos de Chiara y que vive en la realidad el sueño más descabellado que podría haber urdido un hombre común y corriente. Eso es, en realidad, El secreto de Anthony Zimmer, la puesta en imágenes de una fantasía desaforada y febril. El thriller y la intriga son sólo el envoltorio.
Angus dice
Excelente crónica, Eduardo.
Antes de conocer la existencia de los blogs, ya visitaba y admiraba tu trabajo en Lengua en secundaria.
Los hermanos Coen, otra aficción compartida.
Feliz verano