Una de las secretas aficiones que he venido cultivando a lo largo de los años es la de aprovechar las vacaciones veraniegas (como las de este año, en la Playa de la Barrosa de Chiclana de la Frontera, cuyas dunas aparecen en la imagen que ilustra este artículo), para conocer las salas de cine de otras ciudades. Claro está que con la proliferación de centros comerciales y cadenas de multicines, todos ellos más o menos cortados por mismo patrón, ya apenas se encuentran las sorpresas con que mi hermano y yo solíamos toparnos en nuestras vacaciones familiares de verano: salas con butacas decrépitas o inexistentes (sustituidas por bancos, sillas de tijera e incluso asientos que los propios usuarios llevaban consigo), cines al aire libre asaltados por los mosquitos, las tormentas de la estación o, a veces, la barahúnda de alguna fiesta cercana, espacios de fortuna que se montaban apenas con un patio, una pared encalada, un proyector y un par de altavoces de saldo.
Con todo, algo queda de aquellos espectáculos populares y bastante caóticos que a mí tanto me gustaban de nuestros inacabables veranos familiares en Laredo, Salou, Piles o Cambrils. El pasado viernes fui con Pilar a los Multicines Las Salinas, de Chiclana, a la sesión de las 10,35. Nos costó llegar, porque nos perdimos dos veces por las carreteras de conexión, pero al final lo encontramos. Lo primero que me llamó la atención fue la composición y actitud del público: jovencísimo, bullanguero y feliz, desde luego nada parecido a las circunspectas y rígidas audiencias que suelen darse cita en los cines pamploneses que yo frecuento. Por allí se veían parejas de novios (ellos, tatuados, ellas, ombligo al aire, con los inevitables piercings en orejas, labios y ombligos), grupos juveniles y hasta familias enteras, abuela y nietos incluidos. Me sorprendió sobremanera la presencia de niños muy chicos (como dicen los gaditanos), en la sesión nocturna, y la informalidad del público, nada partidario de ocupar el asiento antes del inicio de la película.
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