
La edición de Babelia de ayer se abría con un interesantísimo ensayo de John Updike, «El final de la autoría», en el que el novelista norteamericano advierte sobre los riesgos que representan iniciativas como la de Google Books, dispuesto a inundar la Red de millones de libros escaneados, digitalizados e indexados. La individualidad del escritor y del libro se ve, según Updike, amenazada por esta práctica: «La revolución de los libros, que desde el Renacimiento en adelante enseñó a hombres y mujeres a valorar y cultivar su individualidad, amenaza con acabar en una centelleante nube de fragmentos».
El ensayo de Updike (originalmente un discurso pronunciado en la convención BookExpo, que se celebró el pasado junio en Washington, y cuyo texto se puede escuchar, en la voz del propio novelista, aquí), se publicó en el New York Times, en respuesta a otro ensayo de Kevin Kelly (editor de Wired), también publicado en el periódico neoyorkino. Esta circunstancia explica las exhortaciones de Updike, que animó a su público a resistir ante la desaparición de libreros y escritores profetizada por Kelly, como consecuencia de la digitalización de todo el saber escrito y la ampliación al infinito de la capacidad de los lectores para combinar y recombinar los textos. La apelación final de Updike («Así pues, libreros, defiendan sus fuertes solitarios. Que no se aneguen sus lomos. Sus lomos son nuestra prerrogativa. Para algunos de nosotros, los libros son intrínsecos a nuestro sentido de la identidad personal») es briosa, combativa y elocuente, pero también aparece teñida de un sentimiento fatalista ante lo que se antoja como una realidad inevitable.
Este ensayo de Updike casi ha coincidido en el tiempo con un texto de Félix de Azúa que se publicó en El País el pasado miércoles, día 13 de septiembre. Titulado «Todas las lecturas, una lectura», en realidad se trata de la conferencia de clausura de la Feria del Libro de Jaca, celebrada en agosto de 2006. En su artículo el escritor barcelonés hace una crónica apasionante de la evolución del fenómeno de la lectura, y avanza algunas perspectivas de futuro. Aunque la cita es un poco larga, creo que merece la pena transcribir íntegros sus dos párrafos finales:
En la actualidad vivimos un profundo cambio. Creo que la lectura como ejercicio intelectual supremo está siendo sustituida por otras prácticas. Quizás esté regresando a su lugar clásico: unos pocos hogares, conventos, gabinetes de humanistas. Como en el pasado, el resto de la ciudadanía mirará y oirá historias, novedades, instrucciones, leyendas, conocimientos, pero ya no leerá por sí misma.
¿Debemos lamentar este cambio? No lo creo. Los humanos somos los únicos animales que cambiamos porque queremos cambiar. No nos cambia la “evolución biológica” sino nuestra inquietud, la incapacidad para dejar las cosas tal como las encontramos al nacer. Nuestra vida es constante cambio y ningún cambio nos mejora o empeora, sólo nos ayuda a perdurar. Resulta difícil imaginar un futuro en el que la lectura dificulte la perduración, pero habrá que hacerse a la idea.
Updike y Azúa, desde distintas perspectivas, apuntan a un misma realidad: la del modelo cultural del mundo desarrollado, en vías de una radical transformación. Un mundo en el que la autoría se ha democratizado hasta límites hasta hace poco insospechados, donde la información y el conocimiento quedan al alcance de un par de clics de ratón, y en el que los emblemas de la cultura en su más alta expresión -el texto escrito, la actividad cotidiana de la lectura de textos complejos, el libro como objeto y símbolo- comienzan a verse seriamente cuestionados desde muy diversos frentes.
A despecho de las gigantescas cifras de publicación y venta que con elegante ironía analiza Félix de Azúa y a las que también apunta Updike («Los autores, si es que comprendo las tendencias del mercado, pronto serán como madres suplentes, útiles de alquiler en los que una semilla implantada por poderosos asesores podrá madurar y, nueve meses después, ser lanzada entre berridos al mercado»), parece evidente que la lectura como “ejercicio intelectual supremo” (y yo añadiría, como expresión del irreprimible apetito humano por las ficciones) está destinada a sufrir una lenta y progresiva erosión. Los docentes que impartimos clase en Secundaria y Bachillerato podemos dar testimonio de ello: nuestros alumnos y alumnas tal vez escriban más que nunca, y acaso también consuman más ficciones y más variadas que ningún otro grupo de jóvenes en la Historia: hablan por el móvil, se intercambian SMS, ven películas en el cine (las menos) o en soportes digitales como el DVD y los formatos típicos de las redes P2P (las más), juegan a juegos de estrategia o de rol, chatean, navegan con fruición por todo tipo de sitios web, montan blogs en Windows Live Spaces, nada más cumplir los catorce años, convierten los iPods y otros reproductores de música portátiles en prolongación imprescindible de sus sentidos y, claro, tienen escaso tiempo y pocas ganas de leer libros.
¿Qué debe y qué puede hacer la institución escolar ante esta situación? ¿Ha de enarbolar la bandera del libro, como símbolo de la cultura tradicional y de la resistencia a las fuerzas del mercado, o ha de plegarse a los vientos que soplan desde todos los puntos cardinales? ¿Qué hemos de hacer los profesores de Lengua y Literatura ante la perspectiva de una sociedad cada vez menos dispuesta a prestar al libro el esfuerzo y tiempo que requiere? ¿Seguir alfabetizando a nuestros chicos y chicas en la comprensión del texto escrito, del libro en su riqueza y a menudo áspera complejidad, o aprovechar las ventajas de la cultura digital para escoger con buen tino las infinitas partículas de esa «centelleante rube» a la que se refiere Updike?
Yo no tengo las respuestas. Me gustaría que los jóvenes del futuro pudieran ser capaces de divertirse con el chat, con el SMS, con sus reproductores de MP3 y vídeo, que comprendieran (en el pleno sentido del término) las letras de las canciones que oyen a todas horas y la barahúnda de imágenes que asaltan sus sentidos. Y, además, que supieran leer los libros con que otros muchos jóvenes antes que ellos han disfrutado y han construido sus vidas. Libros divertidos y apasionantes, libros densos y difíciles, y no sólo minúsculas píldoras del saber que un gabinete de marketing, probablemente sin un solo y auténtico escritor entre sus miembros, ha diseñado para ganar con el ocio creciente en las sociedades opulentas una cuota de mercado cada vez más amplia.
Interesantísima entrada la que has escrito. Propones situar la reflexión didáctica en la mas rabiosa vanguardia. Mucho más allá del terreno en el que hoy han de situarse las propuestas curriculares. Está claro que aún no hay respuestas a tus preguntas. Pero eso no quiere decir que no debamos hacernos las preguntas y tratar de contestarlas.
A mí me gustó el artículo de Vila-Matas sobre el mismo tema publicado también en el último Babelia (http://www.elpais.es/suple/babelia/index.html?d_date=20060916). Termina de una forma esperanzada. Y es que yo creo que el libro convivirá con otras formas, ya sea en papel o digitalizado. Curiosamente, cuando algunos intelectuales están alarmados por ese futuro incierto del libro, nacen iniciativas como la del bookcrossing. Evidentemente, lo que peligra es el negocio del libro. Como ha ocurrido con la música, los editores no van a seguir ganando tanto dinero como hasta ahora. Hay muchas cosas que a mí me parecerían bien, como imprimir y editar por encargo, ahorraríamos mucho papel. Pero, para centrar el tema en la cuestión que se propone en el post, qué hacemos en la institución escolar, supongo que nuestro deber es enseñar , en mi caso, historia de la literatura y, por tanto, seguir acercando y facilitando la lectura de los clásicos en el soporte que sea. El problema es que cada vez es más complicado. Son muchas las razones para este corto espacio. Pero esa es la tarea. A mí hay una cosa que ahora mismo me preocupa más. Se trata de esa moda de ofrecer en la asignatura de Lengua castellana y Literatura esas lecturas juveniles hechas en laboratorio para adolescentes. En general, estos libros aportan poco, no creo que ahí encuentren «ese estilo que llega al fondo de las cosas, ese estilo que contiene las desdichadas formas de la individualidad, de la libertad, de la independencia, acaso también de la maestría» del que habla Vila-Matas. Eso sí, las editoriales se forran.
A mí también me gustó el artículo de Enrique Vila-Matas, y estoy bastante de acuerdo con lo que él dice. Seguro que no se van a extinguir los libros, ni los autores, y que convivirán las nuevas formas de edición con las tradicionales. Ahora bien, creo que el libro, como soporte privilegiado de lo que solemos entender como «cultura», puede verse amenazado por los nuevos soportes y modos de comunicación. El efecto sobre la institución escolar de estos cambios es difícil de prever, pero creo que ya lo estamos experimentando.
Respecto a la segunda parte de tu comentario, Carmen, no puedo estar más de acuerdo. A ver si tengo tiempo de redactar alguna entrada sobre el tema, siguiendo las ideas que esbozas en tu última entrada de Blogtic.
Respecto a las lecturas obligatorias y demás, yo creo que se ha de equilibrar, ofrecer los libors juveniles y los de siempre y facilitar el salto de unos a otros. Y sobre todo, trabajar textos breves en clase para mejorar la comprensión lectora, difícilmente se podrán enfrentar a un texto largo y exigente los alumnos que tienen un escaso vocabulario, que no saben ver la estructura de un texto, que se cansan leyendo y olvidan las líneas precedentes. Así que para mí, el debate no está tanto en qué textos ofrecer (qué también) sino como trabajar con ellos (distinguiendo la lectura libre por placer y el trabajo de aula)
Tienes razón, Laia: en el justo medio se halla la virtud, como decían los clásicos. Lo malo es que muchas, demasiadas veces, el salto del que hablas no se produce.
El recurso a los fragmentos seleccionados es inevitable, todos lo hemos utilizado y lo seguiremos utilizando. Ahora bien, la percepción cabal de la obra literaria no puede prescindir, creo yo, de la lectura y el análisis de textos completos, de obras literarias íntegras. Que esta es una tarea áspera y difícil, nadie lo pone en duda. A sus dificultades y a los malos tragos que nos llevamos cuando la ponemos en práctica he dedicado mi entrada de hoy.
Sí, estamos experimentando esos efectos porque en realidad no hay interés por esa «cultura», en ningún tipo de soporte. Y no lo hay porque los modelos sociales van por otro lado. A mí me asusta que el problema del hábito lector entre nuestros jóvenes no sea sólo porque tienen otros intereses, sino por falta de competencia, no son capaces de entender. Es muy grave. En algo está fallando la sociedad, el sistema educativo y no sé si los profesores, porque nuestra situación es difícil. Como tiendo al optimismo, creo que algo va a cambiar, al menos la gente empieza a ser consciente de que algo falla. Para que el libro conviva perfectamente con las nuevas tecnologías hay que enseñar a respetar y a necesitar esa «cultura» de la que hablamos, para que cada cual la busque en el soporte que quiera. Y creo que la sociedad no les está transmitiendo eso precisamente a los jóvenes.