
No es que mi vida de profesor esté repleta de anécdotas tronchantes, aunque haberlas haylas. La que figura a continuación es probablemente la más sabrosa y, junto con la del tren de ayer, la que más veces he contado. Tantas que, en más de una ocasión, algún compañero de fatigas me ha dicho: «Eduardo, para ya, que ya me has repetido tres veces esa historia con el profesor de las magdalenas”.
Resulta que yo estaba destinado en el I.E.S. «Picos de Urbión», de Covaleda (Soria), y que ejercía el cargo de Jefe de Estudios del Instituto. Teníamos por entonces (debía de ser el curso 1992-93 o el 93-94) unos cuantos alumnos díscolos, que habían pasado a 1º de Bachillerato desde la R.E.M. con pocas ganas de estudiar y muchos proyectos de travesuras en el magín. Una de ellas fue salir indebidamente del instituto, acercarse a un supermercado cercano y afanar un par de cajas de magdalenas Martínez. Según se supo luego, las escondieron por los alrededores del centro y, durante los recreos, se las apañaban para visitar el escondite y ponerse morados de bollería.
Al poco de producirse el hurto, el encargado del establecimiento vino por el instituto a presentar una queja. Dio razones verosímiles para hacer pensar que los responsables del caso eran alumnos nuestros, y como la sustracción había tenido lugar durante el recreo, me tocó a mí iniciar las pesquisas. Finalmente dimos con los robabollos y con los dos cajones de magdalenas, un tanto menguados por varios días de depredación y asalto. Comuniqué el resultado de mis pesquisas al encargado del comercio y le pedí que valorara el importe de lo sustraído, pues teníamos la intención de informar a los padres sobre la infracción cometida por sus hijos, y hacerles ver la conveniencia de que éstos pagaran el importe de la mercancía. El encargado me respondió que hasta que no viniera el representante de Magdalenas Martínez no podría valorar los daños.
Por aquellos mismos días yo andaba bastante agobiado, pues habían pasado varias semanas desde el inicio del curso y la Dirección Provincial de Educación de Soria todavía no había podido encontrar un profesor técnico de F.P. para impartir los módulos del Ciclo Formativo de Mecanizado de la Madera y el Mueble que había comenzado a impartirse en nuestro centro. Las quejas de los profesores que tenían que hacer guardia en el Ciclo Formativo mientras aguardábamos la llegada del profesor eran constantes, y la situación amenazaba con descontrolarse.
Serían las diez de la mañana o algo así cuando el conserje del instituto llamó a mi despacho. Iba acompañado de un señor de algo menos de treinta años, alto, moreno y de pelo rizado, que llevaba un maletín de cuero en la mano. Me lo presentó, pero no presté mucha atención, pues estaba concentrado en el asunto del robo de bollería Martínez. Lo que yo entendí fue algo así como «este es el señor de Magdalenas Martínez». Con evidente gesto de satisfacción en mi rostro me levanté, le di la mano, y le dije lo siguiente:
-Me alegro de que haya venido. Verá, se trata de que nos dé una valoración aproximada de lo que pueden valer dos cajones de magdalenas, pues ya hemos identificado a los chavales que las sustrajeron. Creemos que la mejor forma de corregir su conducta no es castigarlos en el centro, pues al fin y al cabo la acción tuvo lugar fuera del recinto escolar, sino hacer que paguen el valor de lo sustraído.
Mientras yo hablaba con todo entusiasmo y convicción, veía que el conserje ponía cara de asombro. El recién llegado me miraba a mí y luego al conserje, sin dar crédito a lo que estaba oyendo. Yo seguí hablando, pero acabé por darme cuenta de que allí pasaba algo raro, de modo que me callé. Entonces el conserje tomó la palabra y aclaró:
-No, que no es el señor de las magdalenas, sino el profesor de madera, el profesor del Ciclo Formativo que estábamos esperando.
Me quedé abochornado y confuso, sin saber qué decir. Farfullé alguna explicación incomprensible y me deshice en excusas ante mi compañero. Éste, que tenía buen ánimo y era de natural ocurrente, me respondió con un fuerte acento extremeño:
-No pasa nada. Yo creía que esta era la broma que les hacéis a todos los nuevos del instituto, y que tú eras el cachondo del centro.
-Yo seré muchas cosas y algunas no muy buenas -contesté-, pero te aseguro que no soy el cachondo del centro, más bien al contrario.
Y, en efecto, más vale que aquel profesor tenía paciencia y un humor generoso, porque cualquier otro obligado a hacer el viaje desde Extremadura hasta Soria no hubiera aguantado una broma de semejante calibre ni por parte del Jefe de Estudios ni del sursum corda. Y lo digo con conocimiento de causa: por el centro vino una vez a principios de curso una profesora interina (no digo la especialidad para no dar pistas), con la plaza ya asignada, que después de ver el panorama se largó con viento fresco. El profesor de Madera tenía mucho más cuajo que ella, pero esto es ya otra historia.
Es que la vida del Jefe de Estudios es de locos en algunos momentos… Y te llegan estos profesores nuevos con cara de no haber roto un plato en su vida y completamente desubicados y ya me dirás quién no es el guapo que los confunde con el de las magdalenas o, ya puestos, con el mismísimo Proust encarnado.
Pues no se me había ocurrido pensar en las resonancias literarias de la confusión. Aunque no sé si me imagino a Proust en Covaleda. Más bien no…