Aunque no sea más que por motivos profesionales, aconsejo a todos los docentes que leen La Bitácora del Tigre, sobre todo si son mujeres, que antes de que desaparezca de las carteleras vayan a ver Diario de un escándalo, la película por la que fueron seleccionadas al Oscar Judi Dench, en la categoría de mejor actriz, y Cate Blanchett, en la de mejor actriz de reparto. Con permiso de Helen Mirren, quien hace pocos meses nos obsequió en The Queen con una interpretación magistral, justamente ganadora del Oscar a la mejor actriz protagonista, el papel que aquí representa Judi Dench en uno de los más sólidos e interesantes que he visto en mucho tiempo. Su representación de Barbara Covett, una profesora severa y rígida, de mirada acerada e implacablemente sarcástica, que oculta bajo esa máscara imperturbable el horror de una vida mezquina y solitaria, resulta difícil de olvidar.
El argumento de la película tiene, como su propio título indica, un componente escandaloso, que en más de una ocasión ha ocupado las portadas de la prensa amarilla en países como Inglaterra o los Estados Unidos. Recuérdese el tema de Desgracia, la inquietante novela de J.M Coetzee, o el testimonio que alguna vez ha dado Javier Marías sobre su labor como profesor en la Universidad de Oxford (cito de memoria: «nada más llegar, mis compañeros de departamento me advirtieron: nunca, nunca, bajo ninguna circunstancia, debes mantener relaciones sexuales con una de tus alumnas; aunque ella se te meta en la cama, tú serás declarado culpable»). La historia de Sheba Hart, una muy atractiva aunque inexperta profesora de arte, recién llegada a las aulas de un instituto británico, y de su relación amorosa con un adolescente de quince años, cumple de sobra las expectativas morbosas que pudiera albergar el espectador. Con todo, hay que advertir a quienes vayan a ver la película guiados por esta circunstancia, que ni el morbo ni los detalles sórdidos del escándalo constituye el interés primordial de la trama.
Afortunadamente, cabría añadir, pues la relación entre Sheba y su alumno Steven Connolly, encarnado por un jovencísimo actor, Andrew Simpson, que aporta a su papel unos tonos turbios y brumosos muy convincentes, tiene poco que ver con los tópicos al uso (prescindiendo de la especialidad de la docente; casi siempre son profesores de materias relacionadas con las humanidades y las artes los protagonistas de este tipo de historias). Me parece un acierto que el guión no haya recurrido al manido expediente de las justificaciones sentimentales o románticas y que subraye, en cambio, la irracionalidad del affaire, que la propia Sheba apenas logra justificar, y el componente estrictamente sexual de la relación (muy discretamente presentados, conviene precisar), pues tal enfoque hace más verosímil la intervención en el asunto de ese prodigio de la manipulación emocional que es Barbara Covett.
A este respecto, merece la pena poner de relieve que, por muy interesante que resulte el personaje de Sheba desde un punto de vista cinematográfico, como tipo humano no tiene punto de comparación con en el de la otra protagonista. Sheba Hart es (y pido perdón de antemano por la expresión) una «vaca sin cencerro», que apenas reflexiona sobre las consecuencias de su acción y cree a pies juntillas las mentiras ocultas bajo la aparente candidez y la mirada inocente del joven Steven. Cuando su adulterio es descubierto por Barbara se convierte en presa fácil para una mujer que reina en el pequeño mundo del instituto como una soberana altiva y distante, analista implacable de las flaquezas humanas de los miembros del claustro.
Todo lo contrario que el personaje de Barbara Covett, a quien desde el primer momento la película muestra situada en la atalaya de su mirada cínica, glacial e impertérrita, con la que fulmina a los alumnos díscolos y desarma a sus compañeros docentes (genial la escena en que, ante el requerimiento del Director, la veteranísima profesora le entrega, con gesto desafiante y palabras no menos retadoras, una simple hoja con el plan para el curso próximo). Pero todo eso es pura fachada: bajo esa capa de dureza se oculta el abismo de una soledad abismal, de una represión feroz de los instintos amorosos y sexuales. El carácter manipulador de la Covett, que actúa con infinita y taimada paciencia para atraerse el afecto y la lealtad de la inexperta profesora que es Sheba, y sus estallidos de furia ante lo que ella considera deslealtades de su amiga, constituyen la verdadera sustancia de una existencia dominada por la amargura y la frustración.
Aunque explique las motivaciones de la protagonista con toda verosimilitud, Diario de un escándalo no comete el error de intentar manipular el juicio del espectador con un enfoque paternalista o mediante excesos patéticos que pudieran justificarla. Es cierto que en algún momento las circunstancias por las que pasa el personaje de Barbara pueden mover a compasión (por ejemplo en las escenas en que lamenta la enfermedad y muerte de su gata Portia), pero difícilmente a simpatía. De hecho, toda la trayectoria de este personaje, a partir del momento en que se siente traicionada por Sheba (qué prodigiosas transiciones las de Judi Dench cuando pasa de las maneras seductoras a la mentira, al insulto y hasta a la agresión), constituye una antología de la manipulación y el cinismo. La escena final de la película, que presenta de nuevo a la protagonista tendiendo sus redes para atrapar a una incauta, pone de relieve la capacidad de este personaje para la doblez y el engaño.
No es fácil representar semejante conducta sin caer en la exageración o el ridículo, y desde luego que Judi Dench salva tales riesgos con una composición admirable, plena de fuerza y energía, de la que forma parte una asombrosa gama de matices. Con el apoyo de una voz en off que sirve para expresar sus confesiones al diario que lleva muchos años escribiendo (hay un plano estremecedor que muestra varios metros de librería ocupados por sus cuadernos, como mudo testimonio de una soledad sin límites), la intérprete británica salva con enorme convicción muchísimos momentos de gran dificultad: la sutil manifestación de sus inclinaciones homosexuales, el ataque de furia cuando Sheba se niega a acompañarla al veterinario para sacrificar a su mascota, o la desoladora escena de la bañera, en la que Barbara confiesa a su propia conciencia una anécdota reveladora de su insondable ansiedad sexual, son ejemplos de la capacidad de esta actriz para poner en pie un personaje complejo, durísimo y, desde luego, nada convencional.
Cate Blanchett también realiza una interpretación muy convincente, aunque su personaje no tenga la misma intensidad que el de Barbara, y a pesar de que alguna de sus motivaciones quede un tanto difuminada o sea demasiado imprecisa. En todo caso, Blanchett demuestra que es una intérprete de enorme calidad, muy atractiva en todos los sentidos de la palabra (un curioso y fascinante atractivo, que tiene algo de lánguido e inocente, pero también un sutil toque de perversa elegancia), y capaz de una admirable versatilidad. A mi modo de ver resulta tan incomprensible como injusto que no se le haya premiado con el Oscar por esta actuación (por mucho que haya impactado el debut de Jennifer Hudson en Dreamgirls, la actriz americana no le llega a la suela de los zapatos a la australiana), máxime si se tiene en cuenta que en el año 2006 la Blanchett ha intervenido, siempre con magníficas actuaciones en tres películas: la que ahora nos ocupa, El buen alemán y Babel.
Con todo, la película de Richard Eyre no me dejó del todo satisfecho. Me ha quedado la sensación de que, con semejantes ingredientes, se podría haber cocinado un plato más sabroso y más rotundo. Coincido con alguna de las críticas que he leído (no la cito porque no me acuerdo de cuál fue), en que parece como si el director hubiera confiado excesivamente en la incontestable calidad de los intérpretes y se hubiera olvidado de lo que a él le corresponde. La realización se hace un tanto distante y fría (aunque cabe admitir que se trate de un efecto intencionado) y, a pesar de que contiene muchos diálogos espléndidos, el guión flojea en algún momento, como por ejemplo al presentar el final de las relaciones entre ambas mujeres, quizás demasiado abrupto. Por otra parte, alguno de los actores secundarios (por ejemplo Bill Nighy, a quien yo no consigo creerme en el papel de marido de Sheba) tienen un aire demasiado histriónico, y también la demasía afecta a la música de Philip Glass, que abusa de los registros dramáticos y se vuelve tonante con excesiva frecuencia.
Sobre el reproche que he leído en alguna reseña respecto al tono moralizador de la película, tengo que decir, sin embargo, que yo no lo he visto por ninguna parte y que, en cambio, me parece del todo saludable que la cinta se haya atrevido a inyectar aire fresco en un panorama cinematográfico cada vez más timorato. En efecto, en un cine dominado por el miedo a los boicoteos que montan por motivos nimios los grupos de presión, la película tiene la audacia de mostrar que también una mujer, una lesbiana para más señas, puede ser manipuladora, cruel y perversa, y que un muchacho de quince años no tiene por qué ser necesariamente un angelito. Todo eso no hace de Diario de un escándalo un film homofóbico, ni mucho menos legitimador del estupro, sino una historia adulta, con personajes creíbles y no muñecos estereotipados.
Si alguna lección cabe extraer de Diario de un escándalo, al menos para quienes pertenecemos al ámbito de la docencia, creo que debe buscarse en una dirección muy diferente. No en la condena de determinadas conductas sexuales, sino en la reflexión sobre las tentaciones que se hallan a nuestro alrededor: por supuesto, la incitación sexual de los menores, que es la más evidente y la que la sociedad suele juzgar con una severidad descaradamente hipócrita, pero también la tentación de manipular al débil, al inexperto, al que tiene menos poder, una acción para la cual suelen buscarse en todas las profesiones (y la nuestra no es ninguna excepción) variadas justificaciones que generalmente envuelven inconfesables propósitos.
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