De las novelas policíacas de John Connolly publicadas en español he leído todas menos la segunda, El poder de las tinieblas, que por algún extraño motivo pasó a formar parte del montón de libros pendientes de leer que se apilan sobre mi mesa de trabajo. Y digo «extraño motivo» porque tanto Perfil asesino como El camino blanco y, sobre todo, Todo lo que muere me gustaron mucho. Por eso, en cuanto supe de la publicación de El ángel negro, la quinta y por el momento última novela traducida al español de la serie protagonizada por el detective Charlie Parker, alias «Bird» (falta por traducirse The Unquiet, que se publicó en la primavera de este año), me apresuré a comprarla.
La acabé anteayer, y lamento decir que me ha parecido decepcionante. Es, sin lugar a discusión, una novela con todos los ingredientes característicos de la narrativa de John Connolly -un protagonista atormentado y de moral ambigua, villanos que practican una violencia feroz y despiadada, escenarios oscuros, de una sordidez sin fisuras, una trama compleja que arranca de la búsqueda de una mujer desaparecida y asesinada, deliberados lazos de conexión con el resto de las novelas de la serie-, pero le falta el rasgo más interesante de las anteriores: la peculiar intensidad del relato, aquí disminuida por un planteamiento narrativo y por ciertos aspectos de la configuración de historia y personajes que, a mi modo de ver, resultan poco convincentes.
Para fundamentar mis objeciones, creo inevitable resumir brevemente el comienzo del argumento: Alice, una jovencísima prostituta drogadicta, desaparece en el barrio neoyorquino de Hunts Point. Su madre Martha, intenta rescatarla, pero fracasa, tras lo cual acude a Louis, su sobrino, que no sólo es uno de los ayudantes de Charlie Parker y personaje esencial de la serie novelística, sino también el hombre que en el pasado asesinó al padre de Alice. Por lealtad a Louis y a los dictados de su conciencia, muy determinada por una singular capacidad de percibir el sufrimiento ajeno, Parker comienza a investigar la desaparición y muerte de la muchacha, lo que le llevará a entrar en contacto con los Creyentes, un grupo de personas que pretende recuperar la cajita de plata que Alice y otra prostituta sustrajeron del domicilio de uno de sus clientes. Lo llamativo del caso no es la violencia implacable que los Creyentes ejercen sobre todos cuantos se interponen en su camino, sino la causa por la que la practican: el deseo de rescatar de su encierro de siglos a un ángel rebelde, a un demonio, las pistas de cuya cárcel creen poder localizar a partir de los fragmentos de vitela que guardan varias cajitas de plata como la que robaron Alice y su amiga Sereta.
La vinculación de la trama con lo sobrenatural no puede sorprender a ningún aficionado a las novelas de John Connolly, cuya aproximación a la actividad criminal como expresión de un concepto del Mal teñido de connotaciones religiosas y diabólicas es una constante en sus obras anteriores. En El ángel negro, además, dicha relación es evidente desde el principio de la novela, pues ya el prólogo de la primera parte plantea el episodio del ángel caído Ashmael (véase la entrada que la Wikipedia dedica al primer libro de Enoc, fuente primordial para el conocimiento de esta tradición apócrifa) como un hecho que se inserta en el devenir histórico humano y que constituye el origen del siniestro grupo de los Creyentes.
No se puede reprochar, pues, al autor que esté haciendo trampas en su novela, pues las cartas están puestas encima de la mesa desde el primer momento. Tampoco el lector al que le hayan gustado las anteriores entregas de la serie podrá aducir como argumento en contra de los planteamientos narrativos de Connolly aquel viejo escrúpulo teórico, tantas veces desmentido por espléndidas obras literarias, que afirma que una buena trama policíaca es incompatible con una explicación sobrenatural de los hechos que en ella se narran, puesto que esas novelas a las que acabo de referirme hacían un uso narrativamente muy eficaz de las conexiones con lo sobrenatural.
Lo que ocurre es que en El ángel negro el escritor irlandés ha cargado demasiado la mano, y se ha deslizado por un camino arriesgado que, tras sobrepasar cierto límite, no admite retorno. No es sólo que los elementos de filiación sobrenatural ocupen un espacio más amplio que en el resto de sus novelas, sino que además muchos de los personajes (casi todos los villanos, y desde luego los villanos más interesantes desde un punto de vista novelístico), una parte considerable de la trama y hasta la resolución del caso son inseparables de aquéllos. Esa presencia tan abrumadora hace injustificable, en mi opinión, la estrategia que utiliza el autor en el tramo final de la novela, esto es, la de introducir la duda sobre la verdadera naturaleza de los Creyentes (es decir, si son ángeles infernales o sólo fanáticos convencidos de serlo), en un intento de reducción de lo sobrenatural, y por tanto de la interpretación del argumento, a términos estrictamente acordes con la realidad empírica.
La recuperación de la interpretación «realista» era admisible en su anterior novela, El camino blanco (o al menos, a mí me lo pareció, y así lo señalé en la reseña del libro), pero en El ángel negro no hay forma de aceptar que a una historia tan densa en referencias al origen sobrenatural de la maldad propagada por los Creyentes le convenga una resolución semejante. Si se descarta ese origen, o se atenúa su pertinencia en aras de una ambigüedad que, al manos en este caso, no parece enriquecedora, ¿en qué queda entonces un relato que se extiende a lo largo de muchos siglos, incluye referencias a los libros apócrifos, interpretaciones sobre los asesinatos de mujeres en las ciudades fronterizas mexicanas, episodios de las luchas religiosas en Centroeuropa y sucesos de la Segunda Guerra Mundial en los que toman parte expertos nazis de la Ahnenerbe acompañados por tropas de las SS, y cuya escena culminante se desarrolla en una localización tan singular como el osario del monasterio checo de Sedlec?
Da la sensación de que Connolly se ha dejado influir excesivamente por la poderosa sugestión imaginativa de este escenario, tan importante en el desarrollo de la novela, y que ha pretendido apoyarla con una trama un tanto artificiosa, con aire de pastiche de un modelo narrativo de éxito en la literatura popular de los últimos años. Me refiero, claro está, a la incontable marea de novelas de intriga religiosa o seudoreligiosa urdidas en torno a conspiraciones y sectas de vida milenaria, cuyo ejemplo prototípico puede ser El código Da Vinci, de Dan Brown. Es cierto que tanto las aproximaciones al origen sobrenatural del Mal como los relatos de familias o grupos criminales que aparecen en las novelas anteriores de John Connolly representan un posible nexo de engarce con El ángel negro, pero estoy convencido de que el deslizamiento hacia una cada vez más explícita afirmación del origen demoníaco de los asesinatos y asesinos que recorren las novelas del escritor irlandés no redunda en una mayor profundidad, originalidad y alcance de su universo narrativo, sino más bien al contrario.
Hay que tener en cuenta, por otra parte, que este deslizamiento no puede ser considerado como un recurso ocasional, exclusivo de El ángel negro e independiente del resto de novelas de la serie. De hecho, a lo largo de la novela se sugiere la conexión de varios de los asesinos en serie que protagonizan novelas anteriores (el Viajante, el reverendo Faulkner) con la secta de los Creyentes o al menos una justificación diabólica de la maldad que aquéllos ejercieron. Y todavía hay más: a través de la perspectiva de uno de los personajes que forman parte de la secta (el tenebroso Blackwell, acaso el mejor hallazgo del libro) la novela llega a sugerir que en el origen de la atormentada personalidad y de la capacidad de Charlie Parker para conectar con el sufrimiento del prójimo se halla una nebulosa y esquiva relación con la historia bíblica de los ángeles caídos.
No me parece la mejor solución para explicar la ambigüedad moral del detective ni de sus ayudantes Angel y Louis, la capacidad de estos personajes para entrar en contacto con los abismos más negros del alma humana y su rigurosa aplicación de una justicia vindicativa y feroz que está al margen de toda norma civilizada, características todas ellas que proporcionan al universo narrativo de John Connolly un vigor e intensidad indudables. Tampoco me parece que esta suerte de reinterpretación retrospectiva de la serie novelística y del detective Charlie Parker a partir de la historia de los ángeles caídos contribuya a aclarar los enigmas de la serie o a verter sobre las novelas que la integran una luz particularmente iluminadora.
Tal vez ello hubiera ocurrido si El ángel negro hubiera sido más convincente desde el punto de vista estrictamente narrativo, es decir, como construcción ficcional inserta en los moldes genéricos del relato policial, la novela negra y el thriller, pues de las características de todos ellos participa. Sin embargo, desde esta perspectiva la novela deja bastante que desear: la identidad de los asesinos de Alice está clara desde el principio, la investigación de sus andanzas criminales no es particularmente brillante y tanto el escenario como los participantes en el desenlace se adivinan mucho antes de que éste tenga lugar. Además, y esto me parece un defecto bastante serio, la posición de la voz o voces narrativas no es la más idónea para sustentar la trama.
En efecto, en El ángel negro, como en otras novelas de la serie, no hay una voz narrativa única, sino dos: la de Charlie Parker, que tiene a su cargo el relato de los pormenores y circunstancias de la investigación, y otra voz omnisciente que circula por la novela a sus anchas, para dar cuenta de todos aquellos acontecimientos que, o bien no pueden ser conocidos por el protagonista, o, si lo fueran, tendrían que ser narrados de forma indirecta, a través de fuentes históricas, de referencias de testigos, de confesiones de los implicados en los crímenes, etc. No veo ningún inconveniente en que esta segunda voz tome la iniciativa cuando razones de economía o perspectiva narrativa lo aconsejen. Sin embargo, Connolly recurre constantemente a ella, ya desde la primera página, y lo hace con tanta frecuencia y en situaciones tan diferentes que en más de una ocasión el lector tiene la impresión de que en el libro no hay una, sino dos novelas entrecruzadas, y que Charlie Parker y otros actantes del relato entran en relación con los escenarios y personajes que dibuja la voz omnisciente no como resultado de un vínculo natural, derivado de la desaparición y búsqueda de Alice, sino de un efecto de tramoya, un truco narrativo demasiado visible y de justificación discutible.
La distancia entre ambas voces también da como resultado que los testimonios personales de Charlie Parker, acosado por sus escrúpulos de conciencia, sus visiones del pasado y las tensiones insoportables que su profesión ejerce sobre su vida familiar, suenen a veces impostados, repetitivos, mecánicos, algo así como una especie de recurso para justificar la ausencia del protagonista de un marco familiar que, si se mantuviera, daría al traste con la continuidad de la saga novelística (y, de hecho, a juzgar por el desenclace cabe suponer que tal vez vayan por aquí los tiros de próximas entregas). Algo parecido puede decirse de la implicación en la trama de ese auténtico «ángel negro» (en varios de los sentidos que puede tener la expresión) que es Louis, cuya intimidatoria presencia, tan poderosa para cualquier aficionado a la narrativa policial, y más cuando el lector presiente cuál va a ser su conducta ante el asesinato de una joven a la que le atan lazos familiares y de sangre, queda negativamente afectada por una intervención demasiado episódica e irregular.
No obstante todos estos defectos, hay que admitir que John Connolly no ha perdido totalmente el tino del buen hacer novelístico. El ángel negro se lee con la misma avidez que cualquiera de sus novelas anteriores, y la capacidad del autor para moverse en terrenos turbios y siniestros no ha disminuido lo más mínimo. La creación de personajes de una maldad hiperbólica, la forma de narrar sus andanzas criminales desde una perspectiva fría y precisa que les despoja de cualquier atisbo de humanidad, la radicalidad en la presentación de una violencia vengativa y justiciera que el lector, fuera ya de categorías morales por obra de la implacable lógica del relato, acaba por aceptar como el único remedio posible contra el Mal en estado puro, siguen siendo unas señas de identidad sólidas y perfectamente reconocibles, que hacen de las ficciones de John Connolly una lectura muy sabrosa. Pero, si hay que elegir entre ellas, yo no recomendaría en primer lugar El ángel negro, desde luego que no.
John Connolly, El ángel negro, Barcelona, Tusquets Editores (Col. «Andanzas», 634), 2007, 465 páginas.
Mª José Reina dice
Me apunto algunas de tus recomendaciones como lecturas de verano.
Gracias por tus saludos y tus mensajes de ánimo.
Volveré a frecuentar la guarida del tigre a la vuelta de vacaciones.
Un abrazo
Kaplan dice
El camino blanco me dejó perplejo. No me gustaron nada ni la caótica construcción narrativa ni el desarrollo de la historia, y sin embargo cerré el libro con la sensación de que ahí había algo que me gustaba, escondido en el escenario, en el tono y en la atmósfera. Tenía por todo ello dudas sobre la adquisición de este libro, pero con tu comentario las has borrado de un plumazo.
Tengo la impresión de que a Connelly le perjudica la longitud, que tiene un estilo muy personal pero se pierde en la construcción larga, por eso me gustaría que alguien publicara Nocturnes, su antología de cuentos sobrenaturales. Estoy convencido de que Connelly rinde mejor en distancias cortas.
Kaplan dice
Connolly, no obstante.:)
Eduardo Larequi dice
Te debe de ocurrir como a mí, Kaplan, que estoy pensando en Jennifer Connelly y me confundo…
Yo también espero la edición de Nocturnes, de la que he leído buenas referencias. Coincido contigo en que Connolly tiene espléndidos momentos, pero que la construcción narrativa no es su fuerte.