
Nunca he pretendido ser un crítico severo e inmisericorde, más bien al contrario. Como no tengo otros compromisos que los que yo mismo me impongo, veo las películas que me apetecen y leo los libros que me da la gana, así que generalmente estoy favorablemente predispuesto cuando me siento ante el ordenador para reseñar una obra literaria o cinematográfica. Ocurre con cierta frecuencia, sin embargo, que los buenos propósitos se ven truncados por un título al que es imposible encontrar méritos suficientes para salvarlo de la quema. En tales ocasiones, prefiero callarme la boca y ocuparme de otros temas.
Salvo cuando uno siente que le han robado la cartera o le han tomado el pelo, como me ocurrió ayer tras acabar la proyección de El guía del desfiladero, película del director alemán Marcus Nispel que se estrenó en las carteleras cinematográficas españolas hace apenas dos semanas. Para no andarme por las ramas, diré que El guía del desfiladero es una película francamente mala, más aún si se compara con el título homónimo del noruego Nils Gaup, que gozó de cierta fama a finales de los años ochenta (se estrenó en 1987), y al cual esta producción norteamericana se remite en calidad de versión o remake.
Apenas conservo memoria del film de Nils Gaup (con título original de Ofelas, y de Pathfinder en el ámbito anglosajón, fue el primero rodado en lengua lapona o sami, y consiguió una nominación al Oscar a la mejor película en lengua extranjera) pero recuerdo que me gustó mucho. Para escribir esta reseña he repasado algunas referencias en Internet (véanse, por ejemplo, la reseña de Red Stovall en Blogdecine o los comentarios de los usuarios de la IMDB), y casi todas están de acuerdo en una valoración elogiosa de un título que en su momento sorprendió no sólo por lo exótico de su origen, sino por su expresividad y sus resonancias clásicas, concretamente la reactualización de ciertos temas propios del western.
Todo lo contrario de este largometraje, al que acudí sin muchas esperanzas (no había leído nada sobre él, aunque la truculencia del cartel promocional, que parece un fotograma extraído de alguna entrega de la serie Predator, era todo un síntoma premonitorio), con el simple propósito de pasar un par de horas de honesto entretenimiento veraniego. Y lo cierto es que me aburrí con una narración confusa y embarullada, me irrité con una puesta en escena de fealdad tan arbitraria como inútil y me enfadé a causa de un planteamiento argumental que sobre el papel era muy atractivo -el enfrentamiento entre los indígenas norteamericanos y los vikingos que pudieron arribar a sus costas a finales del siglo X-, pero cuyo desarrollo convierte el concepto de «licencia histórica» en un puro sarcasmo.
Yo diría que en realidad los dos primeros defectos constituyen uno solo, pues no es fácil saber si la sensación de confusión que percibe el espectador se debe a una puesta en escena que raras veces muestra con claridad la posición de los personajes o la relación entre éstos y el escenario (la secuencia de la persecución en la cueva es toda una antología del disparate narrativo, que debería estudiarse en las escuelas de cinematografía como ejemplo de lo que no hay que hacer), o si la oscuridad de la fotografía, los desenfoques, el grano grueso y el cromatismo deliberadamente antinatural son intentos fracasados por conseguir que el espectador no repare en un guión inane, sin pies ni cabeza, con diálogos tan malos que en más de un momento provocan risas involuntarias y sensación de vergüenza ajena.
En cuanto a las licencias históricas que se ha tomado la película, para qué hablar. Aunque los espectadores podamos aceptar, como quiere la presentación del film, que nos encontramos ante la narración de una leyenda (pues parece que no existen pruebas indiscutibles de la llegada de los vikingos a la América continental, 600 años antes de Colón, tras sus viajes a Groenlandia y Terranova), qué menos que mostrarlos con cierta fidelidad a lo que las investigaciones históricas han podido demostrar. Pero guionista y director van claramente por otro lado: a ellos la verosimilitud histórica les importa poco y sólo aspiran a poner en imágenes el espectáculo de unos gigantes sedientos de sangre, revestidos de acero hasta extremos hiperbólicos (las armas, armaduras y vestimentas parecen un cruce sumamente improbable entre los villanos postapocalípticos de la serie Mad Max y los orcos de El señor de los anillos), enfrentados a indígenas pacíficos y civilizados, que viven en armoniosa comunión con la naturaleza, y cuya existencia es poco menos que idílica.
Entendida así la película, el protagonismo de un guerrero que desciende de vikingos pero que es criado por los indios americanos como uno de los suyos, se despoja de cualquier pretensión de análisis psicológico o histórico, y sólo es un expediente para narrar una historia de violencias sucesivas, cuyo único motor es la capacidad del hipermusculado héroe para salir indemne de sucesivas peleas a espada (¿dónde ha aprendido a esgrimirla con tanta eficacia?, ¿acaso su habilidad procede de un gen vikingo dominante, independiente del condicionamiento cultural y del entrenamiento?), en las que se repite una y otra vez una especie de mantra o leitmotiv icónico: el tajo del acero sobre la carne humana, la efusión de un brutal chorro de sangre y, en unas cuantas ocasiones, la amputación de algún miembro.

Todo lo demás (los personajes, el espacio, las referencias al Pathfinder original) es accesorio. Es imposible creerse a los fantasmagóricos vikingos, a los indios idealizados, tan sabios en la vida cotidiana y sin embargo tan torpes en el combate, a la virtuosa muchacha india que ayuda al héroe y resiste con valentía las violencias de sus raptores. El espectador ni siquiera se cree los escenarios de la película, casi siempre fantasmales y tétricos no se sabe muy bien por qué razones, y que de hecho tienen un sospechoso aroma a falsedad: entre la oscuridad generalizada, el color virado hacia tonos sepias o grisáceos, la artificiosidad de los movimientos de cámara y el montaje y los fallos de algunos efectos especiales, algunos muy clamorosos, se logra el efecto de que hasta los exteriores parezcan falsos, como si hubieran sido rodados en estudio. Los planos generales (un lago helado, la costa cubierta de coníferas, las montañas nevadas, un alud de nieve) resultan vacíos, sin la menor grandeza o expresividad. En el mejor de los casos, constituyen una mera ilustración de la historia y en el peor, como ocurre en la secuencia de la avalancha, producen la desagradable impresión de que la productora de la película se ha visto obligada a recurrir a planos descartados de algún documental.
No menos molesta es otra sensación que tuve mientras veía esta nueva versión de El guía del desfiladero, la de que en realidad estaba contemplando una historia sin la más mínima originalidad, cuyos recursos de guión y planificación narrativa corresponden una y otra vez a retazos de otros films: la persecución en trineo, con el protagonista deslizándose sobre la nieve en un escudo, recuerda a episodios análogos de Indiana Jones y el templo maldito o de Willow (que a su vez imitan los films de James Bond); una secuencia muy semejante a la del lago helado que se traga a los villanos la vimos hace tres años en El rey Arturo de Antoine Fuqua; la consulta de una brújula en forma de pez por parte del jefe vikingo remite a Los vikingos de Richard Fleischer (habida cuenta del parentesco temático entre ambos films y de la diferencia de calidad entre uno y otro, yo diría que la cita representa poco menos que una falta de educación); por último, el tratamiento de la irrupción de una fuerza cruel y destructiva en una pacífica comunidad indígena trae a la memoria otro caso reciente, el Apocalypto de Mel Gibson, que en muchos aspectos constituye un modelo mucho más próximo al esquema narrativo de El guía del desfiladero que la película de Nils Gaup.
Si se me permite la pedantería, este último ejemplo de intertextualidad no es tan inocente como pudiera parecer, sobre todo si se tiene en cuenta el increíble final «feminista» del film, que por una parte tiene visos de ceremonia de coronación medieval, y por otra sugiere una interpretación de las sociedades indígenas norteamericanas como precursoras de una situación de justicia y libertad muy del gusto del pensamiento ecologista moderno, pero probablemente muy poco acorde con la realidad histórica. Por lo que yo sé, los indios norteamericanos eran tan brutales como cualquier otra cultura indígena de la época, porque vivían en condiciones que les obligaban a ello. No estoy seguro de que la lectura ideológica que algunos han propuesto, la película como metáfora de la situación del Irak invadido por las tropas americanas, sea acertada (yo creo que hay otra interpretación mucho más directa, que apunta a la justificación indigenista de la democracia norteamericana), pero en todo caso ambas estarían fundadas sobre falsificaciones históricas más que evidentes. Como todo buen aficionado al cine histórico sabe, al menos desde esa espléndida película que fue Los vikingos, de Richard Fleischer (1957), los temibles guerreros nórdicos no llevaban cuernos en el casco y, a pesar de su crueldad, no eran los monstruos deshumanizados que El guía del desfiladero quiere hacernos creer.
Una gran crítica con la que estoy completamente de acuerdo. También tuve esa sensación de robo al ver está película que parece un proyecto de fin de carrera de un cineasta sin creatividad.