Nunca he pretendido ser un crítico severo e inmisericorde, más bien al contrario. Como no tengo otros compromisos que los que yo mismo me impongo, veo las películas que me apetecen y leo los libros que me da la gana, así que generalmente estoy favorablemente predispuesto cuando me siento ante el ordenador para reseñar una obra literaria o cinematográfica. Ocurre con cierta frecuencia, sin embargo, que los buenos propósitos se ven truncados por un título al que es imposible encontrar méritos suficientes para salvarlo de la quema. En tales ocasiones, prefiero callarme la boca y ocuparme de otros temas.
Salvo cuando uno siente que le han robado la cartera o le han tomado el pelo, como me ocurrió ayer tras acabar la proyección de El guía del desfiladero, película del director alemán Marcus Nispel que se estrenó en las carteleras cinematográficas españolas hace apenas dos semanas. Para no andarme por las ramas, diré que El guía del desfiladero es una película francamente mala, más aún si se compara con el título homónimo del noruego Nils Gaup, que gozó de cierta fama a finales de los años ochenta (se estrenó en 1987), y al cual esta producción norteamericana se remite en calidad de versión o remake.
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