El otro día escribía Felipe Zayas en su blog sobre el sentimiento de euforia que le asaltó tras dar por terminado un proyecto editorial. Le entiendo muy bien, porque aunque mucho más modestamente, yo acabo de experimentar una sensación parecida al finalizar una ponencia que voy a presentar el viernes en el incomparable marco (y en esta ocasión no es un tópico) del Palacio de la Magdalena, en Santander.
Mi contribución al curso de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo es limitada, pero he sudado tinta china para terminar la parte que me tocaba (y claro, así tengo el blog, muerto de asco y en silencio desde hace unos cuantos días). Tengo que admitir que sólo es culpa mía, porque soy un obseso de los preliminares y los postliminares: me pego meses recopilando recursos, leyendo artículos y espigando libros, sólo para darme cuenta, en cuanto comienzo a escribir, de que el noventa por ciento de lo que tenía anotado no me sirve de gran cosa.
En fin, me consuelo pensando en que me quedará algo de lustre después de tanta bibliografía y tantas horas de recorrer la Web, que es como una jungla interminable y feroz, llena de sorpresas y trampas. A ver si soy capaz de poner orden en esa selva y de transmitir a los asistentes un poco de mi propio entusiasmo por ese sorprendente mundo de recursos que se ofrece ante los ojos de quien quiera detenerse a mirarlos.
Y además vuelvo a Cantabria, que es uno de los escenarios de mi niñez, de las largas vacaciones veraniegas en Laredo, a menudo bajo cielos encapotados y lluviosos, en tardes de sólido aburrimiento que de vez en cuando interrumpían mis padres con una sugerencia mágica: «¿qué, y si cogemos el coche y nos plantamos en Santander, a comer un chocolate con churros?»
Bueno, espero que no llueva mucho. O sí, que llueva y haga fresquito, para que me apetezca tomar un chocolate caliente y me broten todos los recuerdos de los años mozos en la punta de la lengua, como le pasó a Proust.
Nacho dice
Espero que, además de haber tenido una buena ponencia, hayas disfrutado de la tierruca el tiempo que hayas estado por aquí. Al menos el tiempo te ha acompañado. Después del otoño que comenzamos a mediados de Agosto ya era hora de que pudiésemos solearnos un poco.
Eduardo Larequi dice
Lo he pasado muy bien, Nacho, y he disfrutado de la estancia y de las alegrías santanderinas. Una cosa me ha llamado la atención: para el mal tiempo antológico que se dice que tiene Santander, es increíble el número de heladerías de su fachada marítima. Y a mí me chifla el cucurucho de limón.
Nacho dice
No sabría decirte con seguridad de donde viene lo de los helados en Cantabria. En los valles pasiegos hubo dos tradiciones que han terminado ligadas: la barquillera (yo todavía recuerdo aquellas máquinas cilíndricas en las que una ruleta determinaba cuántos barquillos te llevabas) y la heladera. Como máxima expresión de esta última estaban los helados industriales Miko, una empresa absorbida por Nestle hace unos años. Estas tradiciones no sólo ha permanecido en Santander sino que todavía se puede acudir a pueblos como Ontaneda para tomarse unos mantecados de «muerte». Además alguna familia italiana se vino a Santander después de la guerra y fundaron negocios heladeros que todavía perduran. Supongo que es una mezcla de todo (más el hecho de que Santander ha sido y es un lugar de veraneo)
Lo bueno es que ya no es únicamente un negocio estacional. Con las suradas que soplan en invierno, alcanzando temperaturas de más de 20 grados, apetece comerse un cucurucho de limón por Navidad. Sabor que también es mi favorito.
Eduardo Larequi dice
También los barquilleros de la Plaza del Castillo y el Paseo de Sarasate son parte del paisaje emotivo de mi infancia, Nacho. Y también en Pamplona hay heladerías fundadas por familias italianas. Pero lo de Santander me dejó boquiabierto: una verdadera proliferación.