
Conversaciones con mi jardinero, del director francés Jean Becker, es una película adorable, de la que el espectador sale henchido de entusiasmo por la vida en el campo, con ganas de liarse la manta a la cabeza, comprar una casita con un huerto y dedicarse a cultivar tomates, pimientos y lechugas, mientras se degusta una copa de buen vino, en buena compañía y mejor conversación.
Ésa es su principal virtud, la de un cine sincero, emotivo, simpático y entrañable, y también su principal y tal vez único defecto, porque la película es un canto a un modo de vida que seguramente ya no existe, o que sólo está al alcance de muy pocos. Quién puede permitirse, en efecto, hacer como el protagonista de esta historia: huir de la falsedad y él tráfago de la vida en la ciudad, volver al pueblo de la infancia y dedicarse a pintar en el jardín, mientras se charla de lo divino y lo humano con un jardinero que fue, para mayor coincidencia, el mejor amigo de los años mozos.
No lo digo como crítica, sino como simple constatación. Además, soy muy consciente de que la magia del cine no existiría si no fuera por las ilusiones y fantasías que suscita su delicioso fluir de imágenes. Aceptada esta premisa, hay que rendirse a la evidencia de que Conversaciones con mi jardinero es una historia maravillosa, emocionante, de personajes con los que el espectador entra en abierta complicidad desde el primer fotograma; una película que, en comparación con el cine frenético y banal que triunfa por todas partes, resulta deliciosamente anacrónica, con una puesta en escena transparente, en la que la vieja magia de los diálogos y las miradas vuelve a enseñorearse de la gran pantalla.
Un servidor, que al fin y al cabo sigue siendo profesor de Lengua Castellana y Literatura, tiene muy presente su oficio incluso en la oscuridad de la sala de proyección. «Menosprecio de corte y alabanza de aldea», pensé en varias ocasiones mientras asistía a las interminables y jugosísimas charlas de los dos protagonistas. Y es que la película de Jean Becker, basada en la novela homónima de Henri Cueco, reactualiza el tópico literario a través del contraste entre las figuras del pintor y el jardinero, que representan dos trayectorias vitales muy distintas (el primero, un intelectual en la crisis de la mediana edad, que ha acabado aborreciendo los ambientes refinados del artisteo parisino; el segundo, un ex-ferroviario jubilado de férreas convicciones y vida plácida, que disfruta con las cosas sencillas y el trabajo de la tierra), pero semejantes en su valoración del goce de la existencia y de la amistad.
Es una delicia ver a los dos excelentísimos actores que son Daniel Auteuil y Jean-Pierre Darroussin plenamente entregados a sus respectivos papeles de artista y hombre de campo. En cuanto traban contacto, se reconocen como amigos de los tiempos escolares, intercambian confidencias, aprenden el uno del otro, y hasta se ponen motes alusivos (Del Pincel y Del Jardín, o Dupinceau y Dujardin, que suenan mucho mejor) con que se identifican mutuamente y en cuya repetición encuentran el eco de las travesuras infantiles. Hay algo de pueril, sí, en su comportamiento, pero es una puerilidad gozosa, que remite a lo más íntimo y personal de cada ser humano, al regusto de lo auténtico y lo secreto.
Las conversaciones entre Del Pincel y Del Jardín son el auténtico motor de la trama, apenas inexistente, y aun así dotada de un ritmo interior fascinante. Los dos protagonistas hablan sin parar, de sus trayectorias biográficas, sus familias, su trabajo, sus anhelos y esperanzas, sus frustraciones, de arte, política, religión, de los chismes del pueblo, de los recuerdos y los proyectos de futuro. Hay en la pícara mirada de Auteuil una luz vitalista dificilísima de igualar, mientras que la de Darroussin tiene la sinceridad, la bonhomía y la zumba irónica del hombre poco cultivado, pero muy inteligente. En esas conversaciones van descubriéndose y queriéndose mutuamente, van aprendiendo el uno del otro (la secuencia con que el pintor desmonta la pedantería de un joven parisino à la page, con argumentos tomados de la experiencia de su amigo jardinero, es elocuente), hasta culminar en la escena del lago, mientras pescan una perca monumental a la que luego devuelven a las aguas. Esta escena, fotografiada con mimo en un entorno de belleza extraordinaria, adquiere el valor de un testamento vital, al que la inminencia de un desenlace dramático otorga una emoción y una hondura irresistibles.

Aunque sus personajes no hagan otra cosa que hablar hasta por los codos, Conversaciones con mi jardinero es una película sin asomo de pedantería ni engolamiento. Las charlas del pintor y el jardinero parecen ligeras y casuales, pero están repletas de referencias a todas las cuestiones esenciales en la vida del ser humano: el compromiso con la propia conciencia, los valores de honestidad y entrega al trabajo y a la familia, el afán de trascendencia, el disfrute de los dones que otorga la vida, la amenaza de la enfermedad y la muerte. Bajo el tono de comedia ligera y espontánea, a veces costumbrista y otras con un toque de sainete o melodrama, más allá de los abundantes episodios humorísticos, de los enfados fingidos, de las ironías y los chistes, del recuerdo de episodios de juventud y de la vida en el campo (que se cuentan mediante breves flash-backs intercalados, algunos pícaros y maliciosos, como el de la tarta de cumpleaños con petardo incluido, y otros muy delicados, como el que evoca los paseos del jardinero y su esposa, «la mujer», como él dice, por la Promenade des Anglais, en Niza, durante sus vacaciones), discurre toda una corriente de sentimientos y emociones de gran riqueza y emotividad.
Lo cómico y lo serio, la risa y el drama se reconcilian en un desenlace emocionante, que propone una de las elipsis más hermosas del cine contemporáneo. No quiero chafárselo a quienes todavía no hayan visto la película, y por tanto me limitaré a decir que constituye un sincero homenaje a la sabiduría vital de un hombre, el jardinero, capaz de ver más allá de las apariencias y de comunicar a su amigo pintor, a través de su propio ejemplo, un modelo de comportamiento, de estar en el mundo y afrontar la vida.
Concluyo con una recomendación a los lectores de La Bitácora del Tigre: vayan a ver Conversaciones con mi jardinero y llévense con ustedes a toda la familia, niños incluidos. El final es triste, melancólico, pero la película está llena de enseñanzas positivas y momentos gozosos que merece la pena disfrutar. Además, la tristeza también es parte de la existencia, y los chavales deben educarse en ella. Así es la vida o, como dicen los franceses, c’est la vie.
Me la apunto. :-)
¡Qué pena no haber leído el último párrafo antes de ir al cine para haber llevado a mi hijo! La película me ha gustado muchísimo, pero cuando vi que la recomendabas con tanto entusiasmo, preferí no leer la reseña completa hasta después de verla, para no tener demasiadas pistas previas. Da gusto que vuelvas a escribir de cine, que últimamente te tiene absorbido la tecnología.
Discúlpame por la tardanza en contestar, Elisa. Como tú muy bien señalas, la tecnología me tiene absorbido el coco, y a este paso me va a pasar como a Don Quijote, que perdió la sesera de tanto leer libros de caballerías.
Tengo entre manos otras dos reseñas, esta vez de libros, pero no sé ni cuándo voy a tener tiempo para publicarlas. Y es que el inicio de curso está siendo tan asfixiante que cuando llego a casa no me apetece tocar el ordenador. A ver si esta tarde…