Conversaciones con mi jardinero, del director francés Jean Becker, es una película adorable, de la que el espectador sale henchido de entusiasmo por la vida en el campo, con ganas de liarse la manta a la cabeza, comprar una casita con un huerto y dedicarse a cultivar tomates, pimientos y lechugas, mientras se degusta una copa de buen vino, en buena compañía y mejor conversación.
Ésa es su principal virtud, la de un cine sincero, emotivo, simpático y entrañable, y también su principal y tal vez único defecto, porque la película es un canto a un modo de vida que seguramente ya no existe, o que sólo está al alcance de muy pocos. Quién puede permitirse, en efecto, hacer como el protagonista de esta historia: huir de la falsedad y él tráfago de la vida en la ciudad, volver al pueblo de la infancia y dedicarse a pintar en el jardín, mientras se charla de lo divino y lo humano con un jardinero que fue, para mayor coincidencia, el mejor amigo de los años mozos.
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