Uno de los cuadros más conocidos de Eugène Delacroix es La muerte de Sardanápalo, recreación del suicidio del legendario rey de Asiria (como dice la Wikipedia, parece que constituye una mitologización de la figura de Assurbanipal, otro monarca asirio), que al saber cercada la ciudad de Babilonia y presagiar su inminente derrota a manos de sus enemigos, pegó fuego a su lecho y se deleitó en ordenar a esclavos y eunucos que mataran ante él a sus esposas, a sus perros y a sus caballos.
La hierática y altiva brutalidad del rey asirio pasó a la Historia, y sirvió para que Delacroix la inmortalizara en un cuadro de gran formato y para que Hector Berlioz le dedicara su cantata La última noche de Sardanápalo. ¿Habrá artistas que dentro de 2.500 años plasmen sobre un lienzo, o en las notas de un pentagrama, la terrible acción de un nuevo Sardanápalo moderno, el millonario inglés Christopher Foster, que antes de darse muerte a sí mismo fue al parecer responsable del asesinato de su mujer Jillian y su hija Kelly, además del incendio de su mansión campestre, en el que perecieron también sus perros y caballos favoritos?
Mucho me temo que este acto de horrible vanidad y desesperación (dicen que Foster estaba agobiado por las deudas y que manifestó su más cruda oposición a que el Fisco pudiera quedarse con sus propiedades) no tenga otros poetas ni cantores que los seudo-expertos que enseguida inundan los medios de comunicación para hablar de estas noticias truculentas, y los vocingleros tertulianos de los programas televisivos de cotilleo. Seguro que el caso es muy complejo y tiene infinitos matices, pero a mí me queda la sensación de que tras semejante crimen no hay otra cosa que la misma soberbia que Delacroix pintó en el rostro del rey asirio. Y el egoísmo, claro, una ambición infinita y ciega por el vil metal.
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