Pilar y yo dedicamos la tarde de ayer a una sesión de cine y merendola en casa, con un menú destinado a sobrellevar los crudos calores de la estación: ensalada, sangría, fruta y galletitas saladas. El objetivo de tan suculento acompañamiento fue una película injustamente menospreciada: Matinée, de Joe Dante (imprescindible el detallado análisis del film en Revista Fantastique), un sentido homenaje a los clásicos del cine de ciencia ficción de los años 50 y 60, tan influido por el miedo a la bomba atómica y tan propicio a las alegorías, las lecturas ideológicas y la nostalgia.
Pues bien, en la película hay una escena –la novia del joven protagonista pega un respingo y se agarra espasmódicamente al brazo del chico ante la irrupción de Mant, una criatura monstruosa, mezcla de hombre y hormiga– que me hizo acordarme de una serie bloguera que comencé hace tiempo, de la que tengo seis u ocho borradores y que sin embargo no pasó de su primera entrega. Me refiero, claro está, a la serie de “anécdotas de un espectador cinematográfico”, iniciada con un artículo muy sabroso (en todos los sentidos de la palabra), que algunos fieles lectores de este blog probablemente recuerden, por sus detalles costumbristas y escatológicos.
Lo mismo que le ocurrió al joven Gene en un cine de Florida me sucedió a mí en el Carlos III de Pamplona, y no precisamente en mis tiempos de adolescente. Yo ya tenía mis años, y fui solo a la sesión de noche a ver una película cuyo título no recuerdo (a Pilar no le suelen gustar las pelis de terror y de ciencia ficción, y de ahí eso mi soledad). A mi derecha se sentaron dos chicas bastante guapas y recuerdo que muy habladoras, y comenzó la proyección. En un momento particularmente terrorífico, que no alcanzo a precisar, la muchacha de la derecha pegó un bote en el asiento y se agarró a mi brazo. Enseguida musitó un “perdón” azorado y entre risas nerviosas se volvió hacia su compañera, para comentar la jugada.
No habrían pasado veinte minutos cuando llegó otro susto, otro respingo de la chica, y otro asimiento desesperado de mi brazo derecho. La muchacha volvió a azorarse y a reírse, y yo no pude menos que decirle: “no te prives y agárrate siempre que lo necesites”, o algo así. Sin embargo, no sé si porque ya no había más escenas de miedo, o porque mi compañera de fila supo templar sus nervios, no se produjo la tercera ocasión, para la que yo me había preparado a conciencia, con todo el cuerpo en tensión y, por supuesto, sin enterarme de lo que estaba sucediendo en la gran pantalla.
Me hubiera gustado departir con las dos muchachas a la salida, pero lo cierto es que pusieron pies en polvorosa nada más terminar la sesión. A mí se me quedó ese particular regusto, entre ilusionante y frustrado, que sucede a las imaginaciones desaforadas y a los sueños eróticos. Seguro que aquellas dos chicas estuvieron riéndose toda la noche del panoli que les había tocado al lado.
Como el que no se consuela es porque no quiere, vuelvo sobre Matinée, que además del colosal John Goodman, en un papel escrito a su medida, contiene algunas secuencias en que todos los aficionados al cine, y sobre todo los que han cultivado su afición desde muy jóvenes, se reconocerán sin la menor duda. Y no sólo eso, porque la película de Joe Dante domina la técnica, tan habitual en el cine clásico norteamericano, de hablar de grandes temas y hacerlo al paso, sin pedantería ni didactismos. Vean, señores y señoras, este hermoso plano-secuencia, en el que el productor Lawrence Woolsey explica a Gene (en inglés; si tuviera tiempo y ganas aprendería a subtitular los vídeos de YouTube) el poder catártico de las ficciones, y la capacidad de seducción de la gran pantalla. Como diría un castizo, “casi ná”.
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