Se ha dicho muchas veces que la actitud del lector de novelas es, básicamente, la de un voyeur. En efecto, todos los lectores de novelas desempeñamos el papel del mirón que se arrellana cómodamente en la butaca favorita de su salón y observa a través de su ventana las vidas que la ficción narrativa despliega ante sus ojos. No pretendo sugerir, Dios me libre, que los aficionados a las ficciones narrativas seamos mirones más contumaces o impertinentes que cualesquiera otros. De hecho, pienso más bien al contrario, pues en una época tan dada al voyeurismo como la nuestra, en la que el escrutinio de las vidas ajenas y la exaltación de las trivialidades alimentan tantos y tan variados reality shows televisivos, revistas del corazón y más modernamente, muchas de las manifestaciones de las redes sociales, los lectores de novelas somos miembros de un club minoritario de mirones, sí, pero al fin y al cabo respetuosos, civilizados y pacientes.
Cabe argumentar que la lectura de textos narrativos es una experiencia muy diferente a las demás que acabo de citar, lo cual es tan obvio que apenas merece comentario, pero creo que entre todos ellos existe una continuidad que responde a una pulsión universal de los seres humanos: la necesidad de escudriñar, tamizadas por el filtro de la ficción, las vidas de nuestros semejantes. La importancia de ese tamiz ficcionalizador es esencial, ya que, en sus formas más elaboradas y complejas, la ficción no se limita a representar la multiforme y caótica variedad de lo real (un propósito en rigor imposible, como es bien sabido), sino que aspira a ordenarla, interpretarla y darle algún sentido. Por eso, cuando el objeto de la atención del espectador de vidas ajenas no es el episodio de un culebrón televisivo o el enésimo chascarrillo de Twitter o YouTube, sino una novela protagonizada por una multitud de personajes cuyas vidas es preciso seguir a lo largo de casi un año, y algo menos de seiscientas páginas, cabe concluir que la figura de ese voyeur pasivo y prototípico que se deleita con las penas y alegrías de sus vecinos se ha transformado en algo muy distinto, en algo así como el intérprete de sus destinos, en los que tal vez encuentre el eco de su propia trayectoria vital.
La novela a la que acabo de aludir es Capital, del escritor británico John Lanchester, y el patio de vecindad sobre el que se proyecta la mirada del autor es Pepys Road, una calle situada en el sur acomodado de Londres, formada por casas adosadas con jardín, construidas a finales del siglo XIX. La ubicación rigurosamente contemporánea (la novela cubre un lapso temporal de algo menos de un año, entre diciembre de 2007 y noviembre de 2008) y las precisiones arquitectónicas y urbanísticas con las que comienza, en un extraordinario prólogo que resulta clave para entender el sentido del relato, pueden hacer pensar en que esta calle sea un lugar real de la metrópolis británica. Sin embargo, aunque en Londres existe al menos una calle homónima, conviene tener en cuenta que, según esta entrevista, la Pepys Road de la novela no pretende ser un reflejo objetivo de su referente real, sino más bien un trasunto ficticio de ciertas zonas del distrito londinense de Clapham donde vive el novelista1.
En las casas de Pepys Road, cuyo valor se ha multiplicado por un factor elevadísimo durante el boom inmobiliario de principios del siglo XXI, residen los miembros de cuatro núcleos familiares, en torno a los cuales se desarrolla una narración organizada en 17 tramas distintas (que conste que yo no las he contado, y por eso acabo de citar la reseña que parece haberlo hecho): en el número 42 habita la anciana Petunia Howe, la única de entre todos los personajes de la novela que ha nacido en Pepys Road, enferma de un cáncer que comienza a deteriorar sus condiciones de vida; el 51 es propiedad del ejecutivo de banca Roger Yount, casado con Arabella y padre de dos hijos; en el 68, al final de la calle, encima de la tienda a la que Ahmed Kamal dedica la mayor parte de sus energías, vive una familia de inmigrantes paquistaníes formada por Ahmed, su esposa Rohinka, los dos hijos de la pareja, y los dos hermanos menores de Ahmed, Shahid y Usman; por último, en la vivienda de alquiler del número 27, propiedad de Michael Lipton-Miller, un procurador retirado que trabaja como “factótum” para un club de la Premiership, se alojan el más reciente fichaje de la entidad, el joven senegalés de 17 años Freddy Kamo, y su padre, Patrick.
La nómina de personajes se completa con otros que, aunque no vivan en la misma calle que los anteriores, se relacionan directamente con ellos. Algunos de entre los más importantes son Zbigniew Tomascewski, un albañil polaco que realiza reformas en la vivienda del banquero y posteriormente en la de la señora Howe; las criadas de la familia Yount (una de ellas, la hermosa húngara Matya, acaba convirtiéndose en la novia del albañil y en el objeto preferido de las fantasías sexuales de Roger); la hija de Petunia, Mary, y el hijo de esta, Smitty, autor de provocativas instalaciones, quien protege celosamente su anonimato como principal virtud artística2; Quentina Mkfesi, una refugiada política de Zimbabue que trabaja ilegalmente como vigilante de las codiciadas plazas de aparcamiento de Pepys Road; el inspector Mill, de la policía metropolitana, encargado de investigar los anónimos recibidos por los vecinos de la calle, todos ellos presididos por un inquietante encabezado: “Queremos Lo Que Usted Tiene”; Mark, el ambicioso segundo de Roger Yount en el banco de inversiones; y, finalmente, Parker French, exsecretario de Smitty, uno de los personajes más ocasionales de la novela, pero que adquiere gran importancia en la resolución de algunas de sus múltiples tramas.
Como ya hemos señalado, los hechos relatados en la novela transcurren durante algo menos de un año, y su tramo final coincide con los primeros síntomas de la gran crisis económica de los últimos años, cuyo detonante fue la quiebra del banco de inversión Lehman Brothers, acontecimiento que se cita en la página 494. La configuración de este marco temporal tiene gran importancia, y no solo como un recurso narrativo que permite asegurar una evolución verosímil de los personajes y sus respectivas historias3, ya que uno de los temas esenciales de la novela tiene que ver precisamente con el desaforado incremento del capital inmobiliario acumulado por las casas de Pepys Road, síntoma de una riqueza ostentosa y ubicua que todo el mundo percibe y cuyo origen nadie –ni siquiera Roger Yount es capaz de comprender los algoritmos matemáticos que son la base de las operaciones financieras del banco en el que trabaja– puede explicar de forma convincente.
La obsesión por el capital, por la forma de ganarlo, conservarlo e incrementarlo, es uno de los núcleos temáticos de la novela, y de ella participan muchos personajes, incluso los más alejados de la élite financiera de la City, representada por la familia Yount. Ahora bien, de acuerdo con la polisemia inherente al término (y es una suerte que sea prácticamente la misma tanto en inglés como en español, lo cual permite que la espléndida traducción, a cargo de Antonio-Prometeo Moya, conserve todo su sentido original), el significado del título no solo está relacionado con el valor de las viviendas de Pepys Road, ya que esta calle también es un microcosmos representativo de la capital del Reino Unido4. A su vez, los conflictos que John Lanchester trae a primera línea de su retrato de la vida londinense –la superpoblación, el alza imparable de los precios, el muy imperfecto melting pot de nacionalidades, idiomas y razas, los enfrentamientos sociales y políticos que esa mezcla genera, la tensión subyacente entre el Occidente cristiano y el Islam, la amenaza del terrorismo, por un lado, y de las restricciones de las libertades públicas, por otro, el deterioro de los servicios públicos derivado de su masificación–, constituye una representación muy efectiva de las grandes urbes del mundo moderno, o al menos del mundo desarrollado.
La variedad de personajes, la configuración deliberadamente arquetípica de muchos de ellos (algunos notoriamente paródicos, como ocurre por ejemplo con Arabella Yount, en el que Lanchester ha vertido toda su capacidad satírica), su relación directa con los grandes problemas sociales y políticos de nuestro tiempo y las referencias de todo tipo a la actualidad contemporánea –en Capital se acumulan las observaciones sobre hitos de la historia de Gran Bretaña y de otros países, acontecimientos deportivos, modas, gastronomía, estrellas de la cultura pop, tics lingüísticos, hábitos de ocio, pautas de comportamiento individuales y de grupo, tradiciones de diversos oficios, rituales de cortejo y conductas sexuales–, son aspectos que ponen de relieve un hecho muy significativo, que determinan cualquier lectura o interpretación de la novela: que John Lanchester ha querido ejercer un papel de cronista social, muy semejante al que en su momento desempeñaron los grandes novelistas decimonónicos, pero desde luego sin las monsergas o la moralina que demasiado a menudo destilan esos escritores.
En reportajes, reseñas y entrevistas, el propio autor y diversos comentaristas han citado el antecedente de Dickens, por supuesto, pero también los de Balzac, Zola o Tolstoi (no he visto la referencia a nuestro Galdós, pero tampoco está de más traerlo a colación aquí) y mucho más modernamente, el de una novela como La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe, con la que Capital tiene bastantes puntos de contacto, sobre todo en el personaje de Roger Yount. Hay que subrayar que tales comparaciones son justas y pertinentes, pues aunque Capital no sea una novela tan bien trabada como las mejores de Dickens (más adelante me referiré a algunos fallos de su estructura y planteamiento narrativo), y se halle un peldaño por debajo en cuanto a la profundidad y emotividad que alcanzan las mejores páginas del maestro británico, también es preciso reconocer que en la novela de Lanchester late la misma pasión dickensiana por la naturaleza humana, por su variedad y sus complejidades, y una mirada muy penetrante y aguda, capaz de detenerse en el detalle más minúsculo o anecdótico, pero también de ofrecer vistas panorámicas de una solidez y verosimilitud a toda prueba.
Esa pasión por la naturaleza humana, tan fácilmente reconocible pero tan difícil de imitar, y la capacidad del autor para sobrevolar la historia y a sus personajes desde una perspectiva abrumadoramente omnisciente que no es arrogante, ni sarcástica, ni cínica, proporcionan un atractivo muy singular a Capital. Si además esas virtudes se trasladan a los lectores a través de un estilo vivaz, ágil, ligero, nada solemne o engolado –estoy convencido de que tanto la prosa del autor como la agudeza de su mirada le deben mucho a su adiestramiento periodístico–, el resultado es un libro que se lee con sumo deleite, como si uno de los grandes novelones de siglos pasados hubiera llegado a nuestras manos tras ser desempolvado, oreado, tendido al sol y recorrido por ráfagas de una brisa fresca y vivificadora.
También la técnica narrativa contribuye en gran medida a esa experiencia, puesto que utiliza procedimientos muy reconocibles en la literatura y el cine de consumo popular. En efecto, la parcelación de la trama en breves capítulos numerados (el de menor extensión abarca dos páginas, y el más largo no pasa de diez) cada uno dedicado a un personaje o a uno de los núcleos familiares, la rica combinatoria de las tramas que se van sucediendo y entretejiendo, y ciertos recursos narrativos, como la tendencia a terminar los capítulos con un momento culminante (un cliffhanger, como por ejemplo el que cierra el número 55, en la página 332) o con un final enigmático, reticente, alusivo o irónico, son todos ellos procedimientos propios de la literatura de éxito, las series de televisión y el cine contemporáneo, especialmente de esas formas cinematográficas que suelen agruparse bajo el marbete de “películas corales”.
Acabo de utilizar el gerundio del verbo “entretejer”, pero lo cierto es que, a diferencia de otras novelas protagonizadas por una multitud de personajes (que no es lo mismo que una novela de personaje colectivo, por mucho que ambas denominaciones suelan utilizarse como sinónimos), los núcleos familiares que intervienen en Capital están bastante aislados los unos de los otros. Sí, son vecinos de la misma calle, pero raramente se encuentran o traban contacto de otra forma que no sea meramente casual; por ejemplo, si mi memoria y mis notas no me engañan, los Yount y los Kamal solo se relacionan entre sí una sola vez, un día de lluvia en que Roger ayuda a la señora Fatima Kamal, la madre de Ahmed, a abrir su paraguas (página 494). Sin duda, esta falta de contacto es deliberada, y habla a las claras de la intención de John Lanchester al retratar la sociedad del Londres contemporáneo como una continuidad de compartimentos, con gran frecuencia estancos; es la gran ciudad en la que gentes muy diversas viven juntas, pero en la que apenas existe la auténtica convivencia.
Esta circunstancia tal vez guarde relación con la sensación de desplazamiento o inadecuación que afecta a muchos personajes de la novela: los Kamal (o, más precisamente, algunos miembros de la familia Kamal) critican la ligereza de las costumbres británicas; Patrick Kamo (uno de los personajes más interesantes y más dignos de todo el libro) echa de menos su tierra y aborrece el clima de Inglaterra y su comida, por no hablar de la mercantilización absoluta de la figura deportiva de su hijo; el albañil Zbigniew cree que su vida en Londres es solo un interludio antes de que pueda reunir el dinero suficiente para volver a Polonia y vivir allí la única vida que merece ser considerada como auténtica. Pudiera pensarse que estas sensaciones son esperables, habida cuenta de los orígenes extranjeros de todos los personajes citados como ejemplos. Sin embargo, conviene tener en cuenta que la sensación de desplazamiento no es exclusiva de los inmigrantes. De hecho, un personaje tan prototípicamente británico como Roger Yount es también un desclasado con una permanente sensación de incomodidad –que no es solo la consecuencia inevitable de ganar menos dinero del que exige su elevadísimo tren de vida–, un outsider con respecto a sus compañeros de trabajo y a su propia familia. Y algo parecido puede decirse de la adorable Petunia Howe (otro de los personajes inolvidables del libro, hasta el punto de que su muerte contribuye a una notoria pérdida de la intensidad emocional de la novela), una mujer anclada en las experiencias y los recuerdos de otra época, habitante de una vivienda que, a diferencia de otras de Pepys Road, mantiene anacronismos tan llamativos como el suelo de linóleo y una cocina sin apenas electrodomésticos.
Desubicados o integrados, inmigrantes o nativos, opulentos o necesitados, lo que unifica a las criaturas que viven y se afanan entre las páginas de Capital es la evidente simpatía que siente el autor por casi todas ellas. Con la posible excepción de Arabella Yount (que no obstante tiene sus buenos momentos, como cuando decide abandonar temporalmente a Roger y dejarle al cuidado de la casa y de sus hijos) y algún otro de menor importancia, Lanchester no observa a sus personajes con esa mirada desdeñosa que a veces se hace pasar como síntoma de buena literatura y de superioridad moral de los escritores, ni tampoco les sumerge en dramas abrumadores contra los que es imposible toda clase de lucha o resistencia. Por el contrario, los trata con ecuanimidad y permite que afronten las dificultades de sus vidas con recursos que nacen de sí mismos, de la colaboración de sus familias (un caso ejemplar es lo que ocurre con Shahid, el hermano de Kamal, cuya liberación se debe en gran medida a la fortaleza y energía ocultas bajo la apariencia desabrida de la señora Fatima Kamal, que es uno de los mejores personajes de la novela, incluso antes de que aparezca en escena), y en alguna que otra ocasión de la pura buena suerte. De este modo, cada uno de los protagonistas de Capital se encuentra, al final de su respectiva historia, con un desenlace que cabría considerar como feliz ma non troppo, pues ofrece signos de una esperanza entreverada de ironía. No quisiera dar pistas sobre el final de la novela, pero las palabras con las que termina el último capítulo, protagonizada por Roger Yount y su familia, son un ejemplo muy notable de esa actitud autoral.
Una actitud en la que la emotividad y el humor desempeñan papeles de primera importancia. En cuanto a la primera, si bien el autor suele observar la realidad desde una sutil distancia irónica, no son raros los momentos de efusión sentimental y afectiva, sobre todo cuando se ocupa del núcleo familiar que forman la anciana Petunia Howe y su hija Mary, o cuando muestra las atenciones que Matya dedica a los hijos de Roger y Arabella, y por último, aunque de una manera algo más distanciada, al abordar las sucesivas relaciones amorosas que protagoniza el albañil Zbigniew Tomascewski. El mejor ejemplo del John Lanchester sentimental es, sin lugar a dudas, el capítulo 57, que narra los últimos días de la enfermedad de Petunia, atendida en su lecho de muerte por su hija, todo un prodigio de observación certera de la realidad, de sensibilidad y delicadeza. Tras el fallecimiento de Petunia, mientras Mary fuma un cigarrillo y contempla el jardín descuidado de su madre, a la luz del crepúsculo, tiene lugar una de las mejores escenas de todo el libro:
Si Mary hubiera mirado fuera de sí misma, y dado que aún había suficiente luz, habría visto el jardín, que había crecido sin parar, sin cuidar, sin atender, durante toda la primavera. Las malvas reales y las espuelas de caballero estaban en flor, los lupinos empezaban a florecer. Las clemátides del muro trasero habían invadido el jardín de los vecinos de ambos lados, habían saltado la tapia y avistado los terrenos que daban a Mackell Road. La descuidada alfombra de césped era un espeso caos verde. El jardín estaba encajonado y cuando todas las plantas estuvieran en flor, su perfume llenaría el aire; el olor de aquel día, siempre más intenso durante el ocaso, era también de un verde penetrante. Incluso a pesar del humo del tabaco pudo percibir Mary el aroma de la hierbabuena, que se había extendido por el arriate de la izquierda como la hierba intrusa que era. Era el momento del día, el momento del año que amaba Petunia. La madreselva que crecía alrededor de la puerta se había extendido y un par de ramas se habían colado por la ventana de la cocina. Era como si el jardín que Petunia amaba quisiera llegar hasta ella, hasta la casa donde había vivido y muerto, en el momento mismo en que emprendía su último viaje.
El humor también está muy presente a lo largo del libro, y es un elemento esencial en la configuración de esa variadísima comedia humana que Lanchester representa en las páginas de la novela5. En gran medida, el humor es una consecuencia de la omnisciencia narrativa, y se convierte en un arma muy poderosa a la hora de revelar la distancia entre lo que los personajes creen ser y lo que verdaderamente son, entre lo que piensan y lo que dicen, entre lo que han planeado hacer y lo que hacen en última instancia. El humor también está íntimamente asociado con ese desplazamiento o inadecuación que sienten los personajes, especialmente los de origen extranjero, cuando contemplan la realidad de la vida contemporánea inglesa y observan comportamientos o situaciones que no entienden o no les gustan: la obsesión por el consumo de alcohol durante los fines de semana, la omnipresente incitación sexual en todo tipo de soportes y formatos, la infame meteorología, la comida tan rutinaria y poco satisfactoria, la riqueza que se desparrama en torno como una obscena mancha de aceite. A veces el desconcierto de los personajes simplemente se produce ante la aparición de elementos insólitos, incompatibles con la visión estereotipada de la vida en Inglaterra, como tiene ocasión de comprobar el futbolista Freddy Kamo, al final del capítulo 48:
Se detuvieron en un semáforo cerca del parque de Wandsworth. Freddy experimentó algo que interpretó como una visión: un loro, no, dos loros, no, toda una bandada de loros en uno de aquellos árboles ingleses, verdes y densos, loros de un verde fosforescente que destacaban en medio de la fronda. Cambiaron las luces del semáforo y el Aston de Mickey rugió y se puso lentamente en movimiento. Freddy parpadeó.
—Mickey, creo que acabo de ver loros.
—Los loros de Wandsworth. Hay unos veinte mil. Un cretino soltó unas cuantas parejas en celo y fíjate. Con ayuda del calentamiento global. Pero esos cabrones tienen que ser resistentes para aguantar los inviernos.
Freddy, que de todos modos estaba de buen humor, se sintió presa de júbilo. ¡Loros!
Si Lanchester no rehúye la efusión sentimental, tampoco le hace ascos a unas sabrosas y bien medidas dosis de comedia costumbrista, un ingrediente prácticamente inevitable en una novela con tantos y tan variados personajes, y que además se nutre de la riquísima tradición que en este género han protagonizado la novela, la televisión y el cine británicos. En sus mejores momentos –por ejemplo en casi todas las secuencias en que interviene la matriarca de la familia Kamal (capítulos 65, 69, 76, 91), con su legendario mal genio y su infinita capacidad para poner el dedo en la llaga, por un lado, y su inteligencia y determinación, por otro– el humor de Lanchester adquiere la intensidad y el toque hilarante de las mejores comedias de situación.
Como he dicho ya, la combinación de todos estos elementos hace que la lectura de Capital sea muy agradable y en sus mejores momentos, realmente deliciosa. No obstante, yo diría que, tras una primera parte brillante, la novela se estanca y pierde algo de fuelle: por un lado, los personajes no dan tanto como prometían en el arranque, y eso hace que la representatividad de sus historias personales corra el riesgo de diluirse en lo anecdótico y aun en lo folletinesco; por otro, la falta de una red densa de relaciones mutuas entre los personajes principales provoca que la novela, especialmente en su zona central, se debilite por una cierta falta de unidad y hondura. A estos posibles fallos hay que añadir otro déficit estructural, que deriva del llamativo elemento de intriga entretejido con las historias de todos los núcleos familiares –me refiero, claro está, a la campaña de acoso a los vecinos de Pepys Road, que comienza con el envío de postales anónimas con el lema “Queremos Lo Que Usted Tiene”, y va aumentando en intensidad hasta el punto de obligar a la intervención de la policía–, cuyo irregular desarrollo y escasa integración con el resto de las tramas hacen que, en ciertas ocasiones, el lector tenga la sensación de hallarse ante un ingrediente postizo e innecesario.
En todo caso, habría que ser muy mezquino, o tener un defecto de visión muy grave, para obsesionarse con estos defectos y olvidar lo esencial: que Capital, de John Lanchester, es una novela estupenda, capaz de hacer disfrutar a todo tipo de lectores, desde los que exigen a la literatura un compromiso crítico con la realidad –en este caso, una representación incisiva y punzante de las verdaderas causas de la crisis económica que nos aflige–, a quienes se conforman con esa posición de voyeur sofisticado y elegante a la que me refería al principio de esta reseña. A todos ellos les esperan muchas horas de lectura estimulante, divertida, chispeante y gozosa. ¿Qué más se puede pedir?
John Lanchester, Capital, Barcelona, Editorial Anagrama (Col. “Panorama de Narrativas”, 833), 2013, 599 páginas.
- Los lectores de este blog que se defiendan bien con el inglés hallarán muy interesante este artículo, cuya autora, Sally Smith, compara la calle de ficción de Capital con la Pepys Road real, donde ella vive.[<-]
- Muchas reseñas de la novela han señalado el parecido de este personaje con Bansky, un famoso representante del arte urbano británico.[<-]
- El desarrollo temporal de la novela está organizado en cuatro bloques: la primera parte (capítulos 1-30, pp. 17-185) comienza en diciembre de 2007 y termina el día 27 del mismo mes; la segunda parte (capítulos 31-63, pp. 187-382) comienza en abril de 2008 y termina en mayo; la tercera parte (capítulos 64-91, pp. 383-524) comienza en agosto de 2008 y termina en septiembre; la cuarta parte, la más breve (capítulos 92-107, pp. 525-597) comienza en noviembre de 2008 y termina en diciembre del mismo año.[<-]
- Las ilustraciones de las portadas, tanto en la edición original de Faber and Faber como en la traducción española de Anagrama son, a este respecto, muy significativas: la apretada esfera de edificios sobre la que vuelan bandadas de pájaros negros es, claramente, una representación del mundo.[<-]
- Utilizo la expresión “comedia humana” en un sentido alusivo, en referencia al magno proyecto narrativo que en su momento diseñó Honoré de Balzac, y a la vez como resumen de esa peculiar configuración del material narrativo, no necesariamente cómico, en el que los dramas, problemas y conflictos de la existencia humana están aliviados por la presencia de la ironía y el humor.[<-]
Aritz dice
Totalmente de acuerdo. Somos voyeurs!
Un saludo desde https://erremixx.blogspot.com/
Eduardo Larequi dice
Gracias por el comentario y por leer mi blog, Aritz.