Alguna vez me he preguntado por qué me gusta tanto el musical cinematográfico (el teatral también, pero tengo menos oportunidades de disfrutarlo), género que tiende a suscitar filias y fobias apasionadas, y que raramente es el favorito de los espectadores. La explicación que me doy a mí mismo se parece a la que suelo aducir cuando trato de justificar mi fascinación por las películas de ciencia ficción. Y es que, aunque suene paradójico, el musical y la ciencia ficción se mueven en un terreno semejante, en el que la realidad tiende a cero y lo ficticio a infinito. Musical y ciencia ficción constituyen ficciones en estado (casi) puro, son terreno abonado para las convenciones, pero también para la experimentación, y comparten esa cualidad plástica, sorprendente y gozosa que es característica esencial del espectáculo cinematográfico.
El musical es un género fascinante, pero, al decir de los que saben de cine, también uno de los más difíciles. Dreamgirls, la película de Bill Conlon que acaba de estrenarse en nuestras carteleras, representa un buen ejemplo de tal afirmación. Desde el punto de vista de su discurso visual, de la puesta en escena, de la fotografía y el montaje, por supuesto de la música, que comienza en la órbita del rhythm and blues y acaba en la música disco, es un film espectacular y por momentos arrollador, irresistible. Pero al mismo tiempo constituye un ejemplo de cine irregular y con notorios altibajos, narrativamente inseguro (lo cual no deja de extrañar teniendo en cuenta que su director y guionista escribió también el libreto de otro magnífico musical, Chicago), que no acaba de definir su estructura, y cuyos personajes, con alguna valiosa excepción, tienen cierta tendencia a estancarse en el tópico.
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