artículoEl jurado del Premio Nadal ha otorgado los galardones de su convocatoria de 2005 a dos novelas de planteamiento y contenido muy diferentes, pero marcadas por un signo común de derrota, pesimismo y hasta desesperanza: la ganadora, Un encargo difícil, de Pedro Zarraluki, narra un drama personal que transcurre en la inmediata posguerra del conflicto civil del 36; la finalista, Cazadores de luz, de Nicolás Casariego, es un relato de anticipación, una antiutopía de inquietante verosimilitud.
Ambas son novelas interesantes, bien escritas y de indudable calidad, aunque tal vez algo planas, carentes del fuste necesario para descollar entre las muchas novedades que ofrece el panorama literario. Tampoco suponen la revelación de sus autores –Zarraluki no es precisamente un recién llegado, sino un autor con obra de una cierta extensión; Casariego, por su parte, tiene una carrera algo más corta, pero en modo alguno constituye una sorpresa–, todo lo cual nos pone en la pista de un fenómeno que ya hace tiempo que se viene señalando: la devaluación (hay quien añade a éste el concepto de inflación) de los premios literarios, que en vez de cumplir la función que debería serles propia –valorar la calidad, estimular la creación, promover nuevos valores– se limitan a actuar como caja de resonancia de las estrategias de promoción editorial.
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