Quizás esperen ustedes ver confirmada en esta entrada tan tardía, pues el Mundial acabó hace ya casi tres semanas, la afirmación de que lo mejor de la Copa Mundial de Sudáfrica fue la victoria de la selección española en una disputadísima, incómoda y áspera final (tengo que reconocer que, a pesar de los deseos que expresé poco antes del comienzo del campeonato, no tenía demasiadas esperanzas de que el fútbol español se llevara el gato al agua). O tal vez esperen que me refiera a la apoteósica celebración del título, y a la alegría contagiosa de tantos millones de aficionados desparramados por toda la geografía nacional, una experiencia tan inolvidable como difícil de imaginar al comenzar la competición.
Aunque no puedo negar la huella que ambos acontecimientos han dejado en mi memoria, para mí este campeonato ha tenido una dimensión más personal, y por tanto más valiosa y digna de recuerdo. Un recuerdo que comienza por los dos primeros partidos de la fase de clasificación, que Pilar y yo vimos en casa por televisor, presos de enorme nerviosismo, con la decepción del primer partido contra Suiza, la alegría moderada del triunfo ante Honduras y las improvisadas tertulias presenciales y virtuales en las que participé con motivo de ambos encuentros. Sigue con la explosión de entusiasmo con que toda la familia –reunida en el bar del hotel Juan de la Cosa, en la playa de Berria, cerca de Santoña, para celebrar las bodas de oro de mis padres- acogimos la peleadísima victoria contra la muy bien organizada selección de Chile.
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